martes, 27 de marzo de 2012

ACTO I: Primera Parte

ATLÁNTIDA: Año 12000 a.C., Aprox.


El chico abrió los ojos al sentir la luz del día. Los primeros rayos de sol se filtraban por las ventanas dobles sin cortinas que daban a la terraza, y bañaban totalmente la habitación. La resaca hizo acto de presencia, y durante unos instantes toda la habitación ondeaba suave, pero insistentemente. Los restos de aquella música de discoteca todavía le golpeaban en la cabeza. El joven cerró los ojos hasta que el movimiento cesó. Mientras ponía en orden sus ideas, se dio cuenta de que apenas recordaba nada del día anterior.

A su lado, entre las arrugas de la mullida colcha de plumas, una apacible figura se dio la vuelta para escapar de la odiosa luz del sol, todavía dormida. La expresión seria que ponía, apretando los labios, contrariada por no estar todavía a oscuras, hizo que el muchacho ahogara una risita. Con ternura, le apartó un mechón de su pelo, que caía de forma graciosa por su carita agotada. Al sentir la caricia del joven, la chica relajó sus músculos en una sonrisa serena. Satisfecho, salió de la cama, todavía con movimientos descoordinados por el alcohol y las drogas. Estaba desnudo, pero no le importaba lo más mínimo. No tenía vergüenza. Ni frío, ya puestos.

Con torpeza, se deslizó hasta el cuarto de baño, y una expresión de placer se grabó en su cara al permitir que su vejiga se pusiese manos a la obra, en el esfuerzo por liberar el considerable caudal que había almacenado. El calentador de agua hubiera funcionado perfectamente bien aquella mañana, pero él decidió darse una ducha fría para terminar de calmarse. Después, al sentirse algo más sobrio, salió de la habitación con una toalla roja alrededor de su cintura. Sonrió al descubrir que su invitada comenzaba a desperezarse en el cuarto de al lado.

Al ver que ella todavía remoloneaba en un agradable y ligero sueño, aprovechó para preparar un poco de café en el fuego de la cocina. Sobre su cabeza, la campana de filtrado relucía como un espejo metalizado. Se detuvo un instante en contemplar su reflejo. En la superficie pulida, un muchacho de unos veinticinco años, con el pelo castaño oscuro y unos grandes ojos cobrizos, le devolvió una radiante sonrisa mientras el café borboteaba. Apenas un instante después, el joven se asomaba en el dormitorio.

-Buenos días, preciosa. -Susurró, al ver que la chica abría tímidamente los ojos.

Le tendió una taza de café con gesto distraído. Él, por su parte, desenroscó un botellín de cerveza con un conocido y sonoro “clás” y le dio unos cuantos tragos, sin dejar de mirar a la muchacha. Mientras ella bebía de la taza caliente, no pudo evitar que las sábanas se le escurrieran por el cuerpo, dejando un par de pechos redondeados al descubierto. El chico sonrió y le dedicó un travieso silbido, que hizo que la cara de ella se ruborizase mientras se tapaba de nuevo.

-Menuda nochecita, ¿verdad? -Ronroneó la adolescente, todavía tímida.

Sus mejillas todavía se pusieron más rojas cuando el joven acortó la distancia que les separaba y le quitó la taza de café para dejarla encima de la mesilla de noche. Con el mismo movimiento entrelazó sus dedos con los de ella, mientras se acercaba lascivo a besar el cuello de la muchacha. Sus labios subieron juguetones hasta el lóbulo de la oreja de ella, que empezó a jadear conforme sentía los mordiscos. Mientras tanto, él ya se había desprendido de la toalla que le cubría, y había acercado la mano de la chica para que pudiera descubrir lo dura que se le había puesto.

La joven no pudo evitar que un gemido agudo abandonase su garganta cuando él apartó las mullidas sábanas y se colocó sobre ella. El muchacho sintió como la mano de la chica se cerraba en torno a su miembro, y comenzó a besarla con más ganas. Sus lenguas bailaron un buen rato, mientras el joven se divertía acariciando la privacidad de las piernas abiertas de la muchacha. En algún momento debieron rodar apasionados por la cama, lo que hizo que uno de los gruesos almohadones se cayera por un costado de la cama.

-Anda, ¿Y esto? ¿Para mí? Me encantan las cartas de amor.

La joven habló con la voz ronca por el placer, y siguió rindiéndose a los besos de su amante mientras jugueteaba con un pequeño sobre que había encontrado bajo la almohada. Casi había encontrado la forma de abrir el precinto de cera cuando el chico le arrebató la carta de las manos. Su expresión era seria, fría, y se había puesto tenso. Ya no jugaba con ella. Ya no había pasión en aquellos ojos. El calor de sus iris cobrizos se había vuelto un insondable pozo de hielo. Se apartó de ella, sin dejar de mirarla.

-No es para ti. Es del trabajo. -Dijo, sin detenerse en explicaciones. -Deberías irte.

La cara de ella pasó de la estupefacción a la rabia en un segundo. Por un instante dudó de que estuviera hablando en serio. Pero pasaron los segundos y él no hizo absolutamente nada para arreglar la situación. Por un instante pensó en darle una bofetada que le hiciera saltar los dientes a aquel malnacido. Pero le temblaba tanto la mano por la ira que solo quería gritar, llorar y desfogarse. Una solitaria lágrima se escurrió por su mejilla mientras se levantaba lentamente.

-Dijiste que haríamos lo que yo quisiera hoy... Pero veo que solo deseabas que te calentara la cama, como siempre. -Contestó la joven, aparentando una calma que estaba lejos de sentir. -Eres un cerdo. Seguro que esa mierda de carta es solo una excusa con tal de no dar la cara. Claro que me voy. Y no se te ocurra llamarme, gilipollas.

-Anda, no te enfades, Violeta... -Empezó él, aún demasiado borracho para rectificar a tiempo.

-¿Cómo me has llamado? ¿¡Violeta!? -Aquello fue demasiado. La joven explotó. -Me llamo Victoria, cabronazo.

Ya no pudo evitar más que el torrente de lágrimas se desbordara de sus clarísimos ojos azules. Se vistió como pudo, sin decir ni una sola palabra, antes de dedicarle al joven una mirada que debería haberle dejado en el sitio. Él todavía mantenía una media sonrisita apaciguadora que no le serviría de nada, y estaba contemplando como aquella atractiva muchacha de piel blanca, con el pelo oscuro como la noche, recogía sus cosas. Antes de darse cuenta, aquellos cincuenta kilitos de mala ostia y rabia despechada desaparecieron de su casa dando un portazo que casi destroza la entrada. Tras un instante de silencio, el chico se limitó a encogerse de hombros con resignación.

-Bah. Volverá... -Pensó. -Siempre vuelve.

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