sábado, 31 de marzo de 2012

ACTO I: Tercera Parte


Desde entonces habían pasado ya cinco años. Cinco largos años... El joven volvió a la realidad de su habitación con un último vistazo al espejo. Se había arreglado con los pantalones de traje negros y la camisa blanca que llevaban todos en el Ministerio, solo que arreglados a su justo. Llevaba las mangas vueltas hasta casi los codos, y la camisa desabrochada en los últimos botones de los extremos. La corbata roja era tan solo un mal recuerdo, olvidada en lo más hondo de su perchero. Había aprendido que ser una pieza útil de aquel tablero tenía sus ventajas. Y él no estaba dispuesto a renunciar ni a una pizca más de su libertad.

Otra de las ventajas era el sueldo, desde luego. El enorme piso que le había proporcionado el Ministerio daba cuenta de ello. Con sus dos pisos de alto, más un enorme desván, sus enormes ventanas, la estructura de caoba de sus paredes y el parquet del suelo, hacían de aquel lugar un “nidito” bastante acogedor. Pero el muchacho nunca había tenido deseos materiales. El dinero no le incentivaba. Aquella cama doble de plumas, y la posibilidad de ocuparla al caer la noche con alguna “inquilina” era una oferta más tentadora que los billetes, sin duda. Pero había más. Lo que realmente le gustaba era ser parte de una realidad que le había sido negada a la gran mayoría.

El joven comenzó a caminar por las concurridas calles de la Ciudadela de Aeryis, la capital de la Atlántida, de camino a su puesto de trabajo. Mientras lo hacía, sacó un mechero y comenzó a quemar el sobre misterioso que había aparecido en su cuarto. Dentro solo había una pequeña nota, también escrita en un rectángulo negro, donde había un código garabateado con caligrafía de plata. Sería el código para entrar en el Arca. Tras memorizarlo, no era conveniente que conservara el texto. Con gesto distraído, mirando la llama, el muchacho encendió un cigarro y siguió caminando mientras el papel se consumía en su mano. La última esquina la arrojó al aire, despreocupado.

Por todas partes, allí donde mirara el joven, había un rastro inequívoco de la influencia de aquel Sistema Político vigente. En mitad del arcén, un vehículo no tripulado hacía su ronda propagandística con unos grandes altavoces. A lo lejos, una serie de manifestantes se congregaban en una improvisada Asamblea. Sobre ellos, como un aviso mudo, pero ineludible, un enorme zepelín militar flotaba en reposo. De sus turbinas salían gases de carbono ardiendo, lo que parecía dar el aspecto de que incluso el aire a su alrededor temblaba.

Unos soldados que patrullaban por la avenida se detuvieron a saludar brevemente al joven, al ver que de su cinturón colgaba una insignia hexagonal de plata con una rosa grabada en el centro, el distintivo del Ministerio. Uno de ellos, el más veterano, observó la franja azul marino que habían adjuntado en su placa, con una estrella blanca, y reajustó su postura en un saludo más firme. El otro militar, que no había advertido el distintivo de capitán de aquel muchacho, se cuadró inmediatamente, aterrado por el castigo a su insolencia. Pero el joven apenas les prestaba atención.

Un par de manzanas delante de él, una fila de gente hacía cola pacientemente frente a la Oficina de Racionamiento, esperando el momento de cobrar el fruto de su esfuerzo. Los más afortunados, tan solo obtendrían unos escasos trozos de papel que podrían canjear por una mínima parte de sus necesidades más básicas. Los Bonos al Portador tenían un valor variable, que había que negociar con el encargado que el Ministerio de Economía había designado para el puesto en aquel sector. Por ese motivo, el proceso del cobro podía durar mucho tiempo.

Había muchas más señales de aquella situación tan precaria a la que se estaba conduciendo. La mitad de la población había alcanzado ya el temido Umbral de Pobreza, y subsistía como buenamente le era posible, aceptando varios trabajos para mantener a una hambrienta familia, y manteniendo un precario equilibrio en la cuerda floja del Mercado Negro. En la otra cara de la moneda, los funcionarios del Partido, vivían a cuerpo de rey, sin cuestionar las órdenes que la Rosa Negra les proporcionaba.

Veinte minutos después, el joven funcionario entraba por la puerta automática del Ministerio de Justicia. La brisa cálida del exterior se apagó de golpe, secuestrada por aquel gélido ambiente propio de los grandes climatizadores del techo. Un guardia de seguridad colocó un escáner frente al emblema ministerial de aquel muchacho, que reaccionó con un pitido y una luz verde. Después, en el ascensor central, tuvo que repetir el proceso, para que el ordenador a bordo identificara el lugar de la reunión. Aquel aparato no tenía botones, y subía exclusivamente al lugar donde requería su usuario. En el caso del chico de la camisa blanca, su destino era la Planta 27.

-Llegas tarde. -Dijo una voz ronca, tan pronto como el muchacho entró en el despacho que le habían asignado. -¿Y qué pintas son esas?

El muchacho apretó el puño y siguió caminando, ignorando a aquel Supervisor y dedicándole una mirada de profundo desprecio al pasar por su lado. Era un cuarentón entrado en grasas que nunca se despegaba de su asiento. Sobre su mesa de trabajo no había papeles ni informes, sino el rastro de una raya de cocaína mal cortada. Tenía la cara roja, y el joven adivinó que no era solo por la nieve que se había metido. Bajo aquel tablón, se adivinaban un par de piernas acabadas en zapatos de tacón. Como si pretendiera confirmar su pensamiento, la cabeza de una secretaria muy joven apareció de debajo de la mesa.

Era apenas una adolescente recién salida de la escuela, con el pintalabios desgastado y demasiado maquillaje. Sin embargo, antes de que el obeso Supervisor la atrajera de nuevo hacia su regazo, el joven pudo ver una carita angelical de rizos dorados, que conjuntaba perfectamente con su lascivo cuerpo de diablesa. De pronto, se le ocurrió la idea de que ese hombre no merecía aquella compañía tan agradable. Si aquel trabajo salía bien, tal vez pudiera gastar un par de favores en que ese gordo funcionario fuera trasladado... Y de ese modo, el joven funcionario podría disfrutar de una nueva asistente. Después de que se lavara bien los dientes, claro.

Con una sonrisa irónica congelada en su rostro, el muchacho atravesó la puerta del fondo de aquella ‘oficinucha’ lanzándole la que esperaba que fuera la última mirada a su Supervisor. Aprovechó para guiñarle un ojo a la joven, que había vuelto a detenerse en mitad de la faena, y salió de aquel cuarto. Más allá no había nada de interés, según los planos del edificio, pero el muchacho sabía que no era así.

Nada más atravesar la puerta, el joven se encontró con otro ascensor, medio oculto detrás de un cuarto de limpieza. No había forma de activarlo, ni con un pulsador ni mediante el clásico escáner de identificación. Los escasos miembros que conocían aquella entrada sabían que solo se podía acceder mediante una invitación explícita, siguiendo un proceso concreto. En ese caso, había que atravesar un análisis de voz.

-Arca. Código de entrada 46-O7B, Ónice. -Dijo él, pronunciando la clave que había memorizado hacía menos de media hora, en aquel sobre negro.

-Código correcto. -Respondió una voz robótica. -Bienvenido, capitán.

2 comentarios:

  1. Está genial, como siempre que escribes algo. Sigue porque estoy deseando continuar leyéndote. Simplemente, increíble,pero para ti no es ninguna novedad tener esta facilidad de crear historias.

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  2. jiji mi primer comentario ^^
    Gracias nenaa

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