sábado, 31 de marzo de 2012

ACTO I: Segunda Parte


Con aquella idea en mente, el muchacho comenzó a vestirse, lanzando una última ojeada a la cama. Sabía perfectamente lo que significaba aquel mensaje sin necesidad de leer lo que hubieran escrito para él. Era un encargo del Ministerio. Y, si valoraba en algo su vida, debía acudir de forma rápida y discreta. Así se hacían las cosas en ese mundo. Al menos, así le habían enseñado a vivir. Mientras terminaba de abrocharse los botones de la camisa, pensó en aquellas horas muertas de las clases de Historia del instituto.

Era historia local, claro. La única que merecía la pena contar. En aquella época, todavía faltaban muchos, muchísimos años para que una especie evolucionada del mono alcanzara cierto grado de inteligencia. Tal vez por eso, la idea de que los atlantes eran el ombligo del mundo fue tan bien acogida entre los estudiantes. De hecho, ellos mismos se denominaban los Vigilantes. Los descendientes directos de Dios. La arrogancia del hombre, incluso en aquella isla, nunca tiene límites.

Aquel joven, sin embargo, no podía conocer la clase de mundo que llegaría con el transcurso de los milenios, y se limitaba a disfrutar de las comodidades de una sociedad avanzada, donde los avances tecnológicos y espirituales habían alcanzado unos límites con los que la raza humana, catorce mil años después, solo podría soñar. Y lo mejor de todo era que los atlantes disfrutaban de la libertad de aquella vida plena y en armonía. Al menos, así había sido... Hasta hace diez años, con la llegada de la Rosa Negra.

La Atlántida era un territorio extenso, con una amplitud de unos novecientos mil kilómetros cuadrados, pero sus habitantes no habían dispuesto nunca de un “poder” unificador, como lo podría haber sido un rey o un presidente de Estado. La isla estaba dividida en sectores de mayor o menor tamaño, que estaban al cargo de una serie de Ciudadelas distribuidas por todo el continente. Aquella forma de gobierno había permanecido inmutable en los casi cuatro mil años que llevaban los Vigilantes en el mundo. Era esa la razón de que nadie se hubiera interesado mucho en política.

Aquella apacible monotonía se quebró, como ocurre siempre, con una Revolución. Aquel muchacho había sido demasiado joven entonces para entender con claridad aquellos momentos. Los carteles por las calles, las marchas militares, las manifestaciones... Y, durante un tiempo, silencio. El silencio de los medios, y de aquellos que se abstenían del cambio. Solo duró unos días, pero aquella pausa fue el clamor que la Rosa Negra necesitaba. Y la incertidumbre pasó como una sombra, dando paso a la curiosidad de aquella sociedad. Y lo más novedoso es que aquel fenómeno no fue aislado en la Ciudadela donde vivía el joven. Ocurrió simultáneamente en todo el territorio.

Miles de personas salieron a las calles. Decenas, centenares de miles. Querían saber lo que estaba sucediendo. Algo tan común como unas elecciones, nunca había despertado tanta pasión. Y, de repente, todo el mundo hablaba de política. Todo el mundo tenía una opinión al respecto, como si fuera el “último grito”, y la compartía incluso con los desconocidos que se cruzaban por la calle. Millones de urnas abarrotadas en un recuento inútil. La gente ya había hablado, y se respiraba un ambiente festivo. La Rosa Negra... ¿Y quiénes demonios eran esos?

Aquel muchacho no se enteró de que el Sistema Educativo había cambiado tras las elecciones. Cuando al año siguiente comenzó el que debía ser el último en aquella escuela, apenas advirtió que su amable profesora de aquellos últimos doce años había sido sustituida por un funcionario embutido en un traje gris y de aspecto cenizo. Cuando le hablaron de que aquel año la Atlántida seguía de celebración, pues ahora todas las Ciudadelas se habían unido bajo una bandera, tampoco le importó. Pero cuando le dijeron que la nueva ley incluía cinco años de servicio militar OBLIGATORIO... Ah. Entonces, la cosa cambiaba.

De nada sirvieron las preguntas a aquel triste funcionario, ni a sus libros de propaganda vacía. Como de nada sirvió protestar cuando la oficina del Servicio de Reclutamiento llamó a su puerta, al año siguiente. Lo único bueno fue que, por fin, aquel joven recibió la respuesta a sus preguntas. Eso, y una temporada lejos de casa. Lejos del calor del hogar, de la tranquilidad de su vida cotidiana. Lejos de donde una vez estuvo su Libertad.

Entre el ejercicio físico y las prácticas de tiro con que adiestraron a aquella promoción, el muchacho y sus nuevos compañeros fueron impartidos en las nociones de política que tan de moda se habían puesto en los dos últimos años. Resultaba que se habían celebrado elecciones generales por primera vez en la historia. Y de ellas había salido elegido un partido político, uno entre tantos otros. Habían hecho una campaña agresiva y cambiado muchas veces de nombre y de ideología. Tanto, que la gente había acabado por relacionarlo solo por el logotipo de sus eslóganes: Una gran rosa de color negro, con el tallo plateado, y bajo la cual se leía el lema: Atlántida Eterna.

Así pues, con la llegada de aquel partido, habían llegado también las distintas ramas de la Administración Pública. Un entramado sistemático y burócrata que lo envolvía todo, y que estaba fraccionado en una infinidad de Ministerios. De ellos, los líderes de cada sección, en una gran cámara parlamentaria, discutían a diario sobre temas tan variados como la “economía de la nación” o las “problemáticas sociales”. Aquellos eran términos nuevos para los que empezaban a conocer el funcionamiento de aquel complejísimo mundillo.

Nadie sabía en aquella época que, mientras aquel grupo de jóvenes se curtía en el adiestramiento militar, la Cámara del Parlamento había votado nuevamente, y había declarado el Estado de Excepción, mediante el cual el mando militar asumía el control total del territorio. De esta forma, el destino del continente quedó en manos de un solo individuo, al que nombraron con el título de Canciller. Aquel cargo no había cambiado de manos en aquellos diez años, y en aquella época no había nadie que no conociera al General Set Soiledis, el “Amado Líder” de la Rosa Negra.

Tal vez fuera suerte que aquel joven se cruzara en el punto de mira del Canciller. Mala suerte para el muchacho, que vio el final de otra más de sus libertades. Y buena para el Líder Soiledis, que pudo incorporar a su partido a uno de los licenciados con más talento de su generación. Así, con solo veintidós años, aquel chico fue promocionado con el rango de capitán, y escogido para uno de los departamentos más blindados e inaccesibles, dentro del Ministerio de Justicia. Por lo que el joven había aprendido, aquello no era la amable oferta que parecía, sino el cañón de una pistola esperando su decisión. Con todo, no tuvo más remedio que aceptar.

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