Aquello fue solo el
interludio de un aburrido debate legal entre la defensa y la
acusación, mientras un Procurador tomaba notas de ambos alegatos. El
Procurador, que en ese caso era una mujer, hacía las veces de
juez y verdugo, siempre en favor de sus propios intereses. El joven
Allen había terminado por asumir todo aquello con cara de
estar soportando un mal olor. Para cuando hubieron terminado los
“tira y afloja” políticos de ambos letrados, les comunicaron un
tiempo de descanso, mientras el jurado deliveraba.
Aquello solía tardar
solo unos segundos, que era el tiempo que se concecía a los abogados
para abandonar la sala, dejando en el tribunal a los que decidirían
el futuro del juicio. Esperaba haber despertado bastantes dudas como
para concederle algún minuto extra. Ese era el tiempo que tenía
para hacer cumplir la última parte de su plan. De modo que, mientras
encendía un cigarro en el pasillo, el joven se escabulló por la
puerta de la Procuradora.
El despacho de la jueza
estaba vacío, claro, pero no tenía tiempo que perder. Al fondo del
pasillo, detrás de una firme mesa de nogal, había un cuadro. El
joven lo descolgó con firmeza, sin hacer el menor ruido. Tras él se
escondía una caja fuerte antigua, un modelo de esos que usaban una
frecuencia de números. El cuadro quedó suspendido en el aire, y una
vez más la ganzúa que llevaba escondida en el pelo flotó hasta su
mano.
No era complicado forzar
una de esas, al menos para alguien que ya tenía experiencia. Lo
dificil era conseguir borrar las pruebas de que había sido abierta
sin permiso. Un par de minutos con el afilado hierro y la compuerta
cedió. Ahora solo quedaba restaurar las piezas a su forma original,
de forma que se cerrara sin la llave. Dentro había una jugosa
colección de lingotes de oro y bonos de racionamiento y de
inversión, y toda una fortuna en medicamentos.
Pero el joven lo que
necesitaba era otra pieza, un pequeño objeto hexagonal con una rosa
negra grabada en el centro. Era una insignia del Ministerio,
pero tenía más funciones que la de servir de adorno a los miembos
del Partido. Al presionar el pulgar contra el envés, una
pantalla holográfica saltó hacia arriba, iluminando la estancia con
aquella esfera cibernética.
Funcionaba de manera
similiar a una PDA, una agenda electrónica. Tenía grabados
distintos apartados en una compleja interfaz de luz azulada. Allen
movió sus dedos agilmente hasta encontrar lo que buscaba. Como había
sospechado, había Procuradores investigando las anomalías en las
misiones secretas de Arca. El Gobierno tenía ojos en
todas partes. Uno de ellos había sido asignado a la misión de
Bruselas.
No fue dificil preparar
el montaje. Un directorio cambiado, una ruta de dirección mal
escrita... Fallos, que a menudo cometían los funcionarios que
redactaban estos informes. A veces, no era de extrañar que una orden
se traspapelara y se perdiera, y que pasaran meses (Años, incluso)
hasta volver a retomar el cauce de la investigación. Para entonces,
el rastro que vinculaba la desaparición de Zero con el
abogado estaría ya demasiado frío...
Todavía estaba colocando
las cosas en su sitio cuando escuchó el ruido de una cerradura
accionandose en la puerta que daba a los juzgados. La sentencia
estaba decidida, y la Procuradora había decidido tomarse un
pequeño (e imprevisto) descanso. Allen se escondió con
rapidez debajo de la mesa de nogal, tanto que casi se golpea con el
piso inferior de cajones que no había visto en su primera pasada. Un
tintero se escurrió de su sitio, y el joven pudo sostenerlo mediante
su don, a pocos milímetros de estrellarse contra el suelo.
Su concentración estaba
atenta a demasiadas cosas a la vez, y no podía arriesgarse a hacer
el esfuerzo que necesitaba para devolver el cuadro a su sitio. La
pintura, que mostraba un paisaje primaveral con un rio fluyendo con
calma, flotaba en el aire, sin llegar a encagar en las dos argollas
que una vez la habían sujetado. Por suerte, la jueza no había
reparado en ese detalle, ocupada como estaba en servirse una copa de
un fuerte licor que escondía tras unos libros.
El olor del alcohol
desapareció tan pronto la mujer se vació el 'jarabe' de un trago,
con ansia. Una vez estuvo repleta de carburante, volvió a salir de
vuelta a los tribunales. Allen mantuvo la respiración unos
segundos antes de salir de su escondite y colocar las cosas en su
sitio. Tras borrar sus huellas con una servilleta de papel, se
dirigió a la salida que daba a los pasillos del personal de
Justicia. La puerta estaba cerrada con llave, pero no fue
ningún problema. El resorte se accionó, gracias a las habilidades
del muchacho, que escapó sin problemas, totalmente libre.
Al cruzar la puerta del
juzgado para escuchar el veredicto, se empezó a sentir liberado.
¡Iba a salir impune! La noticia de que el juicio se sobreseía era
lo menos importante, pero el aplazamiento era una buena oportunidad
para el pobre señor Mayer. El obrero agradeció el gesto con un mudo
asentimiento antes de salir del tribunal con su mujer. Por su parte,
el abogado dejó la sala con una sonisa en los labios. Al pasar por
recepción, un becario de la pasantía le entregó un sobre con el
estampado del hexágono atlante.
Dentro había un fajo de
bonos para agregar a su cartilla de racionamiento. El empleo
remunerado en aquel continente no se pagaba en transacciones
mensuales, sino de forma esporádica, al finalizar los encargos del
día a día. La moneda más empleada trás la llegada del Partido
eran los pagarés de la cartilla que todos los afiliados a la Rosa
Negra empleaban para pagar en todas partes. Tras conseguir el
cobro, el joven funcionario puso rumbo de vuelta a casa.
Saliendo por las puertas
acristaladas del Ministerio de Justicia, el muchacho descubrió un
fenómeno que no había tenido ocasión de presenciar en sus
veintiseis años de vida, algo que podía ser perfectamente natural y
normal para cualquiera, pero no en aquel lugar: Estaba lloviendo. Las
condiciones climáticas de la Atlántida eran normales, propias de un
sistema meteorológico normal, de temperaturas suaves y sin
oscilaciones relevantes. Pero allí no llovía.
Los cultivos y la
ganadería prosperaban gracias a que la isla atlante estaba rodeada
por agua completamente dulce, que se extendía por todos los rincones
de su subestructura. Dicho de otro modo: Flotaban sobre el mayor y
más puro manantial de agua fértil del planeta. Y aquello no era
casualidad: Los primeros ángeles habían colocado una barrera, una
muralla invisible, pero totalmente real e intraspasable, que impedía
que nada entrara en su pequeño universo. Nada, ni siquiera el
salitre del océano ni las especies marinas o las aves del mundo
exterior. Del mismo modo, tampoco salía nada. Ni nadie.
Las poquísimas personas
que aún quedaban en la calle miraban al cielo aterradas, confusas y
desorientadas, y corrían a refugiarse en sus hogares. Ninguno se
aventuraba a caminar bajo aquel líquido. Solo Allen. Él ya había
visto la lluvia en sus incursiones en el continuo espacio temporal.
Era un clima que le gustaba y le relajaba. Anduvo hasta llegar a su
casa, algo preocupado. Recordaba perfectamente las palabras del Libro
de Veles.
A pesar de que había
destruido la mayor parte y mentido sobre su procedencia, el chico
había disfrutado de la oportunidad de leerlo al completo, y había
sido partícipe de una historia póstuma que narraba la destrucción
y el hundimiento del imperio atlante. Al principio no había creído
ni una sola palabra de aquel galimatías. Pero ahí estaba: La
lluvia. Según el libro, aquel era el primero de los Tres Días de
Oscuridad. El principio del fin...