martes, 12 de junio de 2012

ACTO III: Quinta Parte


Aquello fue solo el interludio de un aburrido debate legal entre la defensa y la acusación, mientras un Procurador tomaba notas de ambos alegatos. El Procurador, que en ese caso era una mujer, hacía las veces de juez y verdugo, siempre en favor de sus propios intereses. El joven Allen había terminado por asumir todo aquello con cara de estar soportando un mal olor. Para cuando hubieron terminado los “tira y afloja” políticos de ambos letrados, les comunicaron un tiempo de descanso, mientras el jurado deliveraba.

Aquello solía tardar solo unos segundos, que era el tiempo que se concecía a los abogados para abandonar la sala, dejando en el tribunal a los que decidirían el futuro del juicio. Esperaba haber despertado bastantes dudas como para concederle algún minuto extra. Ese era el tiempo que tenía para hacer cumplir la última parte de su plan. De modo que, mientras encendía un cigarro en el pasillo, el joven se escabulló por la puerta de la Procuradora.

El despacho de la jueza estaba vacío, claro, pero no tenía tiempo que perder. Al fondo del pasillo, detrás de una firme mesa de nogal, había un cuadro. El joven lo descolgó con firmeza, sin hacer el menor ruido. Tras él se escondía una caja fuerte antigua, un modelo de esos que usaban una frecuencia de números. El cuadro quedó suspendido en el aire, y una vez más la ganzúa que llevaba escondida en el pelo flotó hasta su mano.

No era complicado forzar una de esas, al menos para alguien que ya tenía experiencia. Lo dificil era conseguir borrar las pruebas de que había sido abierta sin permiso. Un par de minutos con el afilado hierro y la compuerta cedió. Ahora solo quedaba restaurar las piezas a su forma original, de forma que se cerrara sin la llave. Dentro había una jugosa colección de lingotes de oro y bonos de racionamiento y de inversión, y toda una fortuna en medicamentos.

Pero el joven lo que necesitaba era otra pieza, un pequeño objeto hexagonal con una rosa negra grabada en el centro. Era una insignia del Ministerio, pero tenía más funciones que la de servir de adorno a los miembos del Partido. Al presionar el pulgar contra el envés, una pantalla holográfica saltó hacia arriba, iluminando la estancia con aquella esfera cibernética.

Funcionaba de manera similiar a una PDA, una agenda electrónica. Tenía grabados distintos apartados en una compleja interfaz de luz azulada. Allen movió sus dedos agilmente hasta encontrar lo que buscaba. Como había sospechado, había Procuradores investigando las anomalías en las misiones secretas de Arca. El Gobierno tenía ojos en todas partes. Uno de ellos había sido asignado a la misión de Bruselas.

No fue dificil preparar el montaje. Un directorio cambiado, una ruta de dirección mal escrita... Fallos, que a menudo cometían los funcionarios que redactaban estos informes. A veces, no era de extrañar que una orden se traspapelara y se perdiera, y que pasaran meses (Años, incluso) hasta volver a retomar el cauce de la investigación. Para entonces, el rastro que vinculaba la desaparición de Zero con el abogado estaría ya demasiado frío...

Todavía estaba colocando las cosas en su sitio cuando escuchó el ruido de una cerradura accionandose en la puerta que daba a los juzgados. La sentencia estaba decidida, y la Procuradora había decidido tomarse un pequeño (e imprevisto) descanso. Allen se escondió con rapidez debajo de la mesa de nogal, tanto que casi se golpea con el piso inferior de cajones que no había visto en su primera pasada. Un tintero se escurrió de su sitio, y el joven pudo sostenerlo mediante su don, a pocos milímetros de estrellarse contra el suelo.

Su concentración estaba atenta a demasiadas cosas a la vez, y no podía arriesgarse a hacer el esfuerzo que necesitaba para devolver el cuadro a su sitio. La pintura, que mostraba un paisaje primaveral con un rio fluyendo con calma, flotaba en el aire, sin llegar a encagar en las dos argollas que una vez la habían sujetado. Por suerte, la jueza no había reparado en ese detalle, ocupada como estaba en servirse una copa de un fuerte licor que escondía tras unos libros.

El olor del alcohol desapareció tan pronto la mujer se vació el 'jarabe' de un trago, con ansia. Una vez estuvo repleta de carburante, volvió a salir de vuelta a los tribunales. Allen mantuvo la respiración unos segundos antes de salir de su escondite y colocar las cosas en su sitio. Tras borrar sus huellas con una servilleta de papel, se dirigió a la salida que daba a los pasillos del personal de Justicia. La puerta estaba cerrada con llave, pero no fue ningún problema. El resorte se accionó, gracias a las habilidades del muchacho, que escapó sin problemas, totalmente libre.

Al cruzar la puerta del juzgado para escuchar el veredicto, se empezó a sentir liberado. ¡Iba a salir impune! La noticia de que el juicio se sobreseía era lo menos importante, pero el aplazamiento era una buena oportunidad para el pobre señor Mayer. El obrero agradeció el gesto con un mudo asentimiento antes de salir del tribunal con su mujer. Por su parte, el abogado dejó la sala con una sonisa en los labios. Al pasar por recepción, un becario de la pasantía le entregó un sobre con el estampado del hexágono atlante.

Dentro había un fajo de bonos para agregar a su cartilla de racionamiento. El empleo remunerado en aquel continente no se pagaba en transacciones mensuales, sino de forma esporádica, al finalizar los encargos del día a día. La moneda más empleada trás la llegada del Partido eran los pagarés de la cartilla que todos los afiliados a la Rosa Negra empleaban para pagar en todas partes. Tras conseguir el cobro, el joven funcionario puso rumbo de vuelta a casa.

Saliendo por las puertas acristaladas del Ministerio de Justicia, el muchacho descubrió un fenómeno que no había tenido ocasión de presenciar en sus veintiseis años de vida, algo que podía ser perfectamente natural y normal para cualquiera, pero no en aquel lugar: Estaba lloviendo. Las condiciones climáticas de la Atlántida eran normales, propias de un sistema meteorológico normal, de temperaturas suaves y sin oscilaciones relevantes. Pero allí no llovía.

Los cultivos y la ganadería prosperaban gracias a que la isla atlante estaba rodeada por agua completamente dulce, que se extendía por todos los rincones de su subestructura. Dicho de otro modo: Flotaban sobre el mayor y más puro manantial de agua fértil del planeta. Y aquello no era casualidad: Los primeros ángeles habían colocado una barrera, una muralla invisible, pero totalmente real e intraspasable, que impedía que nada entrara en su pequeño universo. Nada, ni siquiera el salitre del océano ni las especies marinas o las aves del mundo exterior. Del mismo modo, tampoco salía nada. Ni nadie.

Las poquísimas personas que aún quedaban en la calle miraban al cielo aterradas, confusas y desorientadas, y corrían a refugiarse en sus hogares. Ninguno se aventuraba a caminar bajo aquel líquido. Solo Allen. Él ya había visto la lluvia en sus incursiones en el continuo espacio temporal. Era un clima que le gustaba y le relajaba. Anduvo hasta llegar a su casa, algo preocupado. Recordaba perfectamente las palabras del Libro de Veles.

A pesar de que había destruido la mayor parte y mentido sobre su procedencia, el chico había disfrutado de la oportunidad de leerlo al completo, y había sido partícipe de una historia póstuma que narraba la destrucción y el hundimiento del imperio atlante. Al principio no había creído ni una sola palabra de aquel galimatías. Pero ahí estaba: La lluvia. Según el libro, aquel era el primero de los Tres Días de Oscuridad. El principio del fin...

jueves, 7 de junio de 2012

ACTO III: Cuarta Parte


Cuando el muchacho despertó, estaba fuera, en el ascensor que conectaba aquel complejo subterraneo con el mundo legal que se mostraba en la superficie. Solo habían pasado un par de minutos. Por lo visto, el Arquitecto conocía bastante bien la forma de borrar sus huellas. Mientras el dolor de cabeza disminuía, el joven funcionario pudo pensar en su siguiente movimiento. Hasta ahora todo había ido bien, pero no podía permitirse el lujo de cantar victoria. Aún no.

De nuevo inmerso en el mundillo del Ministerio de Justicia de la Atlántida, con su lento barullo de papeleo. Con su ausencia total de acción. Allen le hizo un mohín de asco al espejo del pequeñísimo ascensor. Su reflejo le devolvió el gesto, y le instó a armarse de fuerzas para el último paso. Aquello iba a ser lo más complicado. Usar el “sistema” contra ellos mismos. “D” salió del falso cuarto de la limpieza con una sonrisa grabada a fuego. Hoy le devolvería el golpe a aquel Estado corrupto.

Al salir, le dedicó una nueva y brillante sonrisa a aquella secretaria de rizos rubios. Para ella, ajena al mundo secreto que funcionaba bajo sus pies, apenas había pasado una media hora fuera, a pesar de que el muchacho mostraba el aspecto de llevar varios días fuera. Ella le devolvió el gesto, mientras escondía con timidez su carita angelical en las hojas del periodico que estaba leyendo. Por suerte, el obeso supervisor no estaba rondando por la oficina en aquel momento.

Como parte del Círculo, el joven no tenía que soportar a ningún jefe. Seguro que lo había, dentro de las más altas esferas del Partido, moviendo los hilos. Pero al menos, él no tenía por que tratar con nadie más que con Arca, que servía de enlace a sus objetivos. En el departamento de Justicia, sin embargo, el trabajo venía de unos formularios interminables que requerían la firma de un controlador de zona, y adjuntando el sello del Ministerio de Interior.

Mientras sorbía del café (bastante lamentable) de la máquina que había en el pasillo de su oficina, el muchacho revisó entre una serie de papeles holográficos que mostraban imputaciones a distintos cargos. Como partidario de la Rosa Negra, el joven abogado tenía una cierta libertad a la hora de escoger a su cliente, de una interminable lista con detalles y precios. Casí parecía el sueño de un cazarrecompensas, donde indicaba perfectamente la dificultad del encargo y el botín.

En la ciudad de Aerys, y probablemente en toda la Atlántida, los buffetes privados estaban vetados, y todos los cargos eran tramitados según el criterio del gabinete de Justicia. El Ministerio no era igualitario, y la libertad de un criminal dependía de su prensa y de su afiliación política. Por norma directa, se trataba a los juzgados del Partido electo como presuntos inocentes. Los que mostraban una ideología contraria estaban condenados de antemano.

Allí, entre los encargos cibernéticos, figuraba el nombre de un tal J. Mayer. El señor Mayer había sido condenado por robo y allanamiento, cargos bastante leves. El problema era que, mientras que él no era más que un pobre obrero del extraradio, sin ningún conocimiento en política, el hogar al que había intentado entrar estaba marcado con la rosa del Partido. Al lado del nombre del imputado figuraba el sondeo de su sentencia. Estaba marcado con la dificultad A+: Culpable.

Cuando el funcionario presentó su solicitud a aquel encargo, le miraron como si estuviera bromeando. Tras un tenso momento de silencio, tuvieron que aceptar su encargo. Entre comentarios sarcasticos por parte de sus compañeros, Allen se preparó la defensa antes de cruzar las puertas dobles que daban al Tribunal número 2. Allí conoció al señor Mayer, un aterrorizado obrero que repetía con frenesí que estaban cometiendo un error.

-Señor Mayer, mucho gusto. -Se presentó el muchacho, mientras tomaba asiento. -Mantenga la calma y todo irá bien. Yo seré su defensa. Crecí en las afueras de la Polis de Aerys, y se lo dura que es la calle. Cuenteme lo que ha pasado.

El obrero se aclaró la garganta con un trago de agua antes de comenzar con el relato. Dijo que todo había sido una trampa, que él no había robado nada. Según él, el dueño de la casa, al que trataban de víctima inocente, era también el promotor de la construcción, el jefe para el que trabajaba. El despido improcedente seguía en vigor, afortunadamente, pero eso no impedía a los más adinerados salirse con la suya a la hora de “recortar” gastos de empleo.

-Hace ya dos semanas que empezó a interesarse por mi esposa... -El señor Mayer rechinó los dientes, furioso. -Quiere quitarme de en medio; por eso ha montado esta trampa. Digame, ¿Que puedo hacer?

-La Fiscalía tiene al jurado en el bolsillo, y sabe que va a ganar el juicio sin despeinarse. -El joven letrado levantó una mano, acallando las quejas de su cliente. -Escucheme. Su confianza será su perdición. Usted declarará que vio al hijo del hombre que financia a su empresa, que lo observó entrar a hurtadillas en su propia casa, para robar a su familia. Cuando revisen las posesiones que faltan, estarán en su poder. Inflingió la ley, saliendo del gueto en plena noche. Bastará para convencer al tribunal.

-Pero... Ningún niño mimado de esos snobs saldría por la noche, en mitad del extraradio. -Dijo el pobre obrero. -Nos evitan como a la peste.

-Cierto. -Contestó Allen. -Pero el jurado no lo sabe. Han vivido en la capital, bajo la cómoda sombra del Partido. No saben nada del mundo exterior. Podríamos decirles que los que viven en las afueras son verdes y tienen antenas y se lo creerían sin rechistar. Además, es evidente que esa familia de pijos no tiene buena reputación. Apostaria mi carrera a que su hijo a estado fuera estos días, buscando drogas en los guetos para calmar su adicción. Y eso es lo que va a contar en el estrado. Bastará para que aplacen el jucio a la espera de pruebas concluyentes. Aproveche ese tiempo y huya con su familia, donde el “sistema” no pueda encontrarles.

-Gracias. Espero que funcione...

lunes, 4 de junio de 2012

ACTO III: Tercera Parte


Aquella parte de la división de Chronos no se parecía a nada de lo que había en el resto del edificio. Incluso aunque aquel grupo actuaba en secreto bajo los cimientos del Ministerio de Justicia, el entramado subterráneo estaba claramente construido del mismo modo que la superficie, con aquellas paredes de marmol blanco y el suelo rugoso. Había columnas disgregadas por las habitaciones, y todas se habían construido de forma circular, plana. Todas excepto la Sala del Cubo, que era esférica, abombada tanto en el suelo como en el techo. La otra excepción era aquella.

El pequeño santuario del Arquitecto estaba oculto en una pared cualquiera, que iba cambiando de sitio en las entrañas más profundas de aquel lugar. Solo Alpha sabía localizar la sala, y no había querido compartir el secreto con el sorprendido letrado. Allen distinguió una serie de engranajes adornando las paredes, girando en absoluto silencio, y supuso que aquel mecanismo era el responsable del movimiento de la estancia secreta. Un misterio dentro de otro. Los enrevesados recovecos de la burocracia eran algo inexplicable para el joven “D”.

También había monitores en aquel lugar, pero de un modo muy distinto a los que controlaba Arca en su habitación esférica. Los que rodeaban el Cubo dorado que visualizaba el tiempo eran más parecidos a espejos que a auténticos objetos electrónicos, de un material reflectante. Solo eran esferas pulidas diseminadas a lo largo de la habitación. Los que habían en esa habitación eran otro mundo completamente. Estos tenían un aspecto más... Caotico.

Resultaba aterradoramente fascinante seguir el movimiento de aquellos seres, si es que se les podía dar la distinción de algo más que simples “cosas”. Estaban animados de algún modo, y se movían de forma estrafalária, apoyados en sus robóticas pinzas de araña. En lo que debería estar el torso y la cara del insecto, había un objetivo, como el de una cámara de fotos moderna. Ampliaba y reducía constantemente sus lentes (Tres lentes, al menos, sobresalían de unos apéndices, sobre el objetivo principal). Al cerrarse sobre unos párpados mecánicos, parecían ojos escrutadores.

Por lo demás, un conjunto complejo de engranajes, tubos y generadores conectaba de forma eléctrica a aquellos seres a la vida. Algunos parecían haber salido de una cadena de montaje, con una capa de pintura mate negra y pulidos hasta conseguir que sus piezas brillaran. Otros, la gran mayoría, parecían la obra de un excéntrico impresionista de arte moderno, o de un desquiciado con un trastero inservible y mucho tiempo libre.

Todos miraban directamente al joven intruso, y emitían alguna suerte de zumbido renqueante, como un enjambre. Se estaban comunicando. Lo que el funcionario ignoraba era lo que había venido a averiguar: Comunicando... ¿Con quién? Con cuidado, el muchacho fue caminando por aquella habitación que parecía un poliedro de varias caras, que cambiaba también conforme seguía su recorrido, variando entre distintas versiones de su construcción original.

Mientras avanzaba por el pasillo, el muchacho recurrió una vez más a su concentración mental para levantar un escudo kinético, que serviría para detener a los insectos mecánicos en el caso de que decidieran ponerse agresivos. Había cerca de cuarenta o cincuenta de aquellos engendros, de todas las formas y tamaños, y era facil pensar que sus afiladas patas de metal podían complicarle las cosas, llegado el momento.

-¿Asustado? -Preguntó una voz distorsionada, desde el altavoz de una de aquellas máquinas. -Una burbuja de protección, como un campo de fuerza. Muy interesante. Tú debes de ser Allen. Mis Golems podrían romper tu defensa. Bastaría con una carga PEM, una descarga electromagnética. El problema es que se destruirían entre ellos también, y son muy lentos de fabricar.

-Entonces diles que se porten bien. -Replicó el joven, hablando al aire. No redujo la fuerza de su escudo. -No vengo a causar problemas. Solo necesito...
-Ya se lo que necesitas, “Asesino”. -La respuesta de la voz pilló desprevenido al chico de ojos cobrizos. -No deberías sorprenderte. Arca lo ha monitoreado todo. Y lo que ella ve, también lo ven mis ojos. Después de todo, soy su creador. Por eso has venido.

-Sí. Como decía, necesito...

-Te he dicho que ya lo se. La memoria de Arca sobre lo que has hecho con Zero. -Incluso bajo el distorsionador de voz del Golem, el muchacho escuchó como su interlocutor sonreía. -Tienes suerte. Me caía mal ese sádico. Era un matón sin escrúpulos, y merece pudrirse en una fosa de mierda. Puedo ayudarte, “Asesino”. Y lo haré. Ahora vete. Deja que te muestre la salida...

Allen solo tuvo tiempo de mirar alrededor durante una fracción de segundo, tiempo más que suficiente para descubir que la puerta por donde había llegado ya no estaba. De repente, todas las máquinas se lanzaron de golpe a por él. El escudo funcionó, manteniendolas alejadas... Un rato. Después, el joven escuchó como su defensa se quebraba, y uno de aquellos insectos mecánicos disparó algo. Un dardo... No, una chispa. Lo último que sintió fue desplomarse, inconsciente.

domingo, 3 de junio de 2012

ACTO III: Segunda Parte


Al llegar a la sala de descanso, “D” solo tuvo que cruzarse con dos personas. Como sospechaba, Alpha era uno de ellos. El miembro número I del Círculo, y jefe de aquella división no había recibido su apodo por casualidad. Él siempre terminaba con los encargos más complicados en un tiempo asombroso. Decían que sería capaz de borrar una ciudad del mapa con tal de elimitar a una mosca molesta. Y Allen había tenido la ocasión de verlo en acción. Desgraciadamente, sabía que los rumores sobre el “Gran Guerrero” eran ciertos. Una ficha del tablero que no podía permitirse tener en su contra.

Dormitando al lado del funcionario estaba Tango. La joven pareció olfatear el aire cuando el muchacho de ojos metálicos entró en la sala. Se levantó de un salto para abrazar a su compañero y amigo. Allen pudo comprovar que tenía las pupilas algo dilatadas, y que hablaba con más velocidad de lo normal. Junto a su pequeña estatura, aquel era un espectáculo un tanto gracioso. Las cosas quedaron un poco más claras cuando la chica confesó que la habían enviado de misión a la época de las “Guerras del Opio”.

-...Y entonces un tailandés enorme, tan gordo como un luchador de sumo, sacó una caja llena de pipas de cáñamo y nos las fue pasando una a una... -Contaba ella, entre risitas ensoñadoras.

-Eh, alto, pequeña... Frena. Despacio. -La detuvo él, con las manos sobre los pequeños hombros hiperactivos de la muchacha. -Luego me lo cuentas con detalle. Ahora necesito hablar con Alpha a solas. ¿Me harás ese favor?

Ella se detuvo en el acto, y sus ojos se volvieron fríos y serenos, como si se le hubiera ido el 'colocón' de golpe. Escrutó un rato la sonrisa que le mostraba el joven, cruzando una mirada de preocupación. Hay veces, como lo fue aquella, que dos personas no necesitan decir ni una palabra para entenderse a la perfección. Mientras pasaba por su lado, recuperando la alegría y los movimientos acelerados, le dio un beso tierno en la mejilla. Antes de salir, murmuró:

-No importa lo que haya ocurrido. Pero, por favor, ten mucho cuidado. Prométemelo.

-Claro. Lo pro... -Para entonces, ella ya se había ido bien lejos de la habitación, dejando al joven abogado con la palabra en la boca. -...Me... Mierda. ¿Es que no aprenderé nunca? En fin...

Se volvió hacia Alpha y le contó lo justo para que hiciera su parte del trato, lo necesario para que entendiera que necesitaba su favor. La pequeña y alegre Tango lo hubiera hecho sin importarle nada más, sin pensar en las consecuencias. Pero el “gran” Alpha no se arriesgaría a perder su puesto por nada. De modo que el joven funcionario gastó uno de los favores que guardaba con mayor celo.

-Hace tres años, en Borneo. ¿Recuerdas? -Allen fue directamente al grano. -Hoy puedes saldar esa deuda. ¿Cumplirás tu parte?

Por toda respuesta, el fornido jefe de división gruño un asentimiento. Era demasiado cauto para dejar que nadie oyera un “Sí” salir de sus labios. Y allí, más que en cualquier otro lugar, las paredes tenían oídos. E inmediatamente se dio la vuelta y empezó a caminar, rumbo a una sala tan restringida que solo él, y la propia Arca, tenían garantizada la entrada, y solo en casos de extrema emergencia. Y, al menos para Allen, aquella situación podía catalogarse de ese modo.

Alpha era un hombre alto y bien nutrido, que aparentaba fuerza sin necesidad de marcar músculo. Tenía esa presencia que suelen imponer los líderes, pero también la responsabilidad que deberían demostrar los que ocupan cargos de poder. Si los dieciseis miembros que formaban el Círculo fueran las piezas de un tablero de ajedrez, Alpha no se limitaría a ser un rey que se enrroca y escapa, sino que atacaría en primera linea, sabiendo que hasta los peones a su cargo podían suponer una pérdida decisiva en la partida.

Allen le respetaba en silencio, pero desconfiaba de él abiertamente. Había visto caer a hombres de más integridad, corromperse a un precio que parecería ridículo. En aquel momento, no obstante, era su única oportunidad. Por eso seguía callada y obedientemente a aquel hombre, mientras observaba de cerca todos los detalles de su compañero. A pesar de que aparentaba más, el guerrero no tendría más de treinta y cinco años.

Su pelo canoso, y las arrugas y los callos de su cuerpo le daban un aspecto más veterano. Sin embargo, aún con todo aquello, seguía pareciendo un auténtico cazador de los que habitarían la selva amazónica o la sabana africana. Esos que adornaban su chimenea con una piel de león y el cuerno de algún pobre animal. Tenía unos profundos ojos verdes, tan oscuros como su barba y su mostacho, que todavía no habían sucumbido al color blanquecino del resto de su cabeza.

-Por aquí. -Apuntó él, rompiendo el silencio. Señaló la puerta. -Yo no se nada de esto. A partir de aquí es cosa tuya; estás solo. No vuelvas a nombrar nunca más lo de Borneo, o te arrancaré las entrañas.

Como eco de su amenaza, Cthulhu, el águila blanca que vigilaba desde el hombro de Alpha, lanzó un graznizo que se tornó en rugido, abriendo el pico con sus ojos siseantes. No dijeron nada más, y cada cual siguió su camino. “D” abrió la puerta, con la cautela de quien ha aprendido a desconfiar de todo, esperando armas apuntándole o alarmas en pleno apogeo. No hubo nada de eso, y el joven se escabulló dentro de aquel despacho. Era hora de conocer al Arquitecto.