Cuando el muchacho
despertó, estaba fuera, en el ascensor que conectaba aquel complejo
subterraneo con el mundo legal que se mostraba en la superficie. Solo
habían pasado un par de minutos. Por lo visto, el Arquitecto conocía
bastante bien la forma de borrar sus huellas. Mientras el dolor de
cabeza disminuía, el joven funcionario pudo pensar en su siguiente
movimiento. Hasta ahora todo había ido bien, pero no podía
permitirse el lujo de cantar victoria. Aún no.
De nuevo inmerso en el
mundillo del Ministerio de Justicia de la Atlántida, con su
lento barullo de papeleo. Con su ausencia total de acción. Allen
le hizo un mohín de asco al espejo del pequeñísimo ascensor. Su
reflejo le devolvió el gesto, y le instó a armarse de fuerzas para
el último paso. Aquello iba a ser lo más complicado. Usar el
“sistema” contra ellos mismos. “D” salió del falso cuarto de
la limpieza con una sonrisa grabada a fuego. Hoy le devolvería el
golpe a aquel Estado corrupto.
Al salir, le dedicó una
nueva y brillante sonrisa a aquella secretaria de rizos rubios. Para
ella, ajena al mundo secreto que funcionaba bajo sus pies, apenas
había pasado una media hora fuera, a pesar de que el muchacho
mostraba el aspecto de llevar varios días fuera. Ella le devolvió
el gesto, mientras escondía con timidez su carita angelical en las
hojas del periodico que estaba leyendo. Por suerte, el obeso
supervisor no estaba rondando por la oficina en aquel momento.
Como parte del Círculo,
el joven no tenía que soportar a ningún jefe. Seguro que lo había,
dentro de las más altas esferas del Partido, moviendo los
hilos. Pero al menos, él no tenía por que tratar con nadie más que
con Arca, que servía de enlace a sus objetivos. En el
departamento de Justicia, sin embargo, el trabajo venía de
unos formularios interminables que requerían la firma de un
controlador de zona, y adjuntando el sello del Ministerio de
Interior.
Mientras sorbía del café
(bastante lamentable) de la máquina que había en el pasillo de su
oficina, el muchacho revisó entre una serie de papeles holográficos
que mostraban imputaciones a distintos cargos. Como partidario de la
Rosa Negra, el joven abogado tenía una cierta libertad a la
hora de escoger a su cliente, de una interminable lista con detalles
y precios. Casí parecía el sueño de un cazarrecompensas, donde
indicaba perfectamente la dificultad del encargo y el botín.
En la ciudad de Aerys, y
probablemente en toda la Atlántida, los buffetes privados estaban
vetados, y todos los cargos eran tramitados según el criterio del
gabinete de Justicia. El Ministerio no era igualitario,
y la libertad de un criminal dependía de su prensa y de su
afiliación política. Por norma directa, se trataba a los juzgados
del Partido electo como presuntos inocentes. Los que mostraban
una ideología contraria estaban condenados de antemano.
Allí, entre los encargos
cibernéticos, figuraba el nombre de un tal J. Mayer. El señor Mayer
había sido condenado por robo y allanamiento, cargos bastante leves.
El problema era que, mientras que él no era más que un pobre obrero
del extraradio, sin ningún conocimiento en política, el hogar al
que había intentado entrar estaba marcado con la rosa del Partido.
Al lado del nombre del imputado figuraba el sondeo de su sentencia.
Estaba marcado con la dificultad A+: Culpable.
Cuando el funcionario
presentó su solicitud a aquel encargo, le miraron como si estuviera
bromeando. Tras un tenso momento de silencio, tuvieron que aceptar su
encargo. Entre comentarios sarcasticos por parte de sus compañeros,
Allen se preparó la defensa antes de cruzar las puertas
dobles que daban al Tribunal número 2. Allí conoció al
señor Mayer, un aterrorizado obrero que repetía con frenesí que
estaban cometiendo un error.
-Señor Mayer, mucho
gusto. -Se presentó el muchacho, mientras tomaba asiento. -Mantenga
la calma y todo irá bien. Yo seré su defensa. Crecí en las afueras
de la Polis de Aerys, y se lo dura que es la calle. Cuenteme lo que
ha pasado.
El obrero se aclaró la
garganta con un trago de agua antes de comenzar con el relato. Dijo
que todo había sido una trampa, que él no había robado nada. Según
él, el dueño de la casa, al que trataban de víctima inocente, era
también el promotor de la construcción, el jefe para el que
trabajaba. El despido improcedente seguía en vigor, afortunadamente,
pero eso no impedía a los más adinerados salirse con la suya a la
hora de “recortar” gastos de empleo.
-Hace ya dos semanas que
empezó a interesarse por mi esposa... -El señor Mayer rechinó los
dientes, furioso. -Quiere quitarme de en medio; por eso ha montado
esta trampa. Digame, ¿Que puedo hacer?
-La Fiscalía tiene al
jurado en el bolsillo, y sabe que va a ganar el juicio sin
despeinarse. -El joven letrado levantó una mano, acallando las
quejas de su cliente. -Escucheme. Su confianza será su perdición.
Usted declarará que vio al hijo del hombre que financia a su
empresa, que lo observó entrar a hurtadillas en su propia casa, para
robar a su familia. Cuando revisen las posesiones que faltan, estarán
en su poder. Inflingió la ley, saliendo del gueto en plena noche.
Bastará para convencer al tribunal.
-Pero... Ningún niño
mimado de esos snobs saldría por la noche, en mitad del extraradio.
-Dijo el pobre obrero. -Nos evitan como a la peste.
-Cierto. -Contestó
Allen. -Pero el jurado no lo sabe. Han vivido en la capital,
bajo la cómoda sombra del Partido. No saben nada del mundo
exterior. Podríamos decirles que los que viven en las afueras son
verdes y tienen antenas y se lo creerían sin rechistar. Además, es
evidente que esa familia de pijos no tiene buena reputación.
Apostaria mi carrera a que su hijo a estado fuera estos días,
buscando drogas en los guetos para calmar su adicción. Y eso es lo
que va a contar en el estrado. Bastará para que aplacen el jucio a
la espera de pruebas concluyentes. Aproveche ese tiempo y huya con su
familia, donde el “sistema” no pueda encontrarles.
-Gracias. Espero que
funcione...
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