domingo, 29 de abril de 2012

Un respiro

Buenas. Algún ojeador esporádico de este blog habrá podido comprobar que los últimos post han sido más amenos. Unos dibujos sobre los personajes de la historia, y no los capítulos en sí. La siguiente parte del libro on-line ya está disponible, pero he pensando en dejar en suspense la trama una temporada (corta), tanto para dar un respiro a los lectores como para poder leer comentarios que ayuden a conocer vuestras opiniones. Por eso, el frenético ritmo "a contrarreloj" de las publicaciones se va a tomar un tiempo de reflexión y calma. Muchas gracias por pasaros y leer algunas de estas líneas. Espero que la palabra escrita siga siendo un método de desconexión de la dura realidad.

Hasta pronto.

Rombos

domingo, 22 de abril de 2012

ACTO II: Quinta Parte (Final)

Aquellas palabras no eran del todo ciertas, claro. La muerte de Baris Haeschlose no era la grave pérdida y tragedia que afirmaba el joven funcionario. Tampoco los allí congregados sentían un aprecio fuera de lo común por el panzudo belga, pero todos y cada uno alzó sus copas en un mudo brindis, mientas el muchacho de la Rosa Negra contaba lo ocurrido, entre murmullos de espanto. Lógicamente, excluyó la parte relacionada con los poderes mentales de los atlantes. Y todos honraron a aquel hombre, y odiaron un poco más a los fascistas que les habían invadido.

El luto dio paso enseguida a la música y al libertinaje, y el muchacho de ojos cobrizos aprovechó para hablar en privado con el perturbado francés. El atlante había pasado de ser sospechoso a recibir el trato de un héroe, y en aquel momento un grupo de jovencitas se desvivía por limpiar la sangre de su rostro y de sus ropas. De entre todas, una lasciva cabaretera se dedicaba a él con más energía que sus compañeras. La bailarina era una muchacha delgada, de piernas larguísimas y más escote que vestido, que se dedicaba a frotar su paño sobre la entrepierna del abogado.

El joven funcionario se sintió tentado por aquella muchacha complaciente, pero la apartó de su lado con delicadeza. Ella, contrariada, le hizo un mohín despechado antes de alejarse de su lado, dispuesta a acercarse al regazo de algún otro hombre más agradecido. Entre tanto, Allen se dejó de rodeos y pidió al francés que le llevara hasta Fedor Izenbek y su libro. El excéntrico 'mesié' Devereaux volvió a amenazar al letrado, esta vez con una navaja que llevaba oculta en sus pantalones abombados. Después, sin mediar palabra, guardó su arma y le dio un fuerte abrazo.

-Le llevaré, oh, claro que si. -Dijo el galo, riendo. -A nuestro amigo del Este le vendrá bien algo de compañía. En mi opinión, creo que tanto tiempo enclaustrado le está volviendo paranoico.

Resultaba irónico escuchar a Florian Devereaux divagar sobre el estado mental de su invitado, pero el miembro del Ministerio de Justicia atlante lo dejó correr con naturalidad. Encontraron al ruso tras un buen número de puertas secretas, cuidadosamente escondidas entre los tablones de aquella sala. Fedor Artúrovitch Izenbek se encontraba en el mismo quehacer que le había empleado el último año: Traducir aquel condenado libro. El galo les dejó a solas.

-El Libro de Veles. -Dijo aquel forastero, el que venía con Florian. -Cuántos quebraderos de cabeza por este cuaderno. ¿Me lo presta?

Izenbek rompió a reír ante el descaro de aquel crío. Solo era un adolescente, aunque poseía unos ojos muy vivos, del color del metal candente. Con el tiempo, tal vez hubiera podido hacer de él un hombre de confianza, al que pudiera ceder el legado de las tablillas. Pero tiempo era algo de lo que Izenbek andaba escaso. A sus cincuenta y un años, su vida, literalmente, se iba evaporando sin remedio.

Tantos años entre libros, aquella había sido su perdición. Los hongos se habían instalado en su pecho, deshidratándole. Pronto dejaría este mundo tal y como llegó a él: Solo y asustado, arrancado de los brazos de una dama esquiva llamada Veles. Pero no sin antes haber dejado constancia de aquellos textos. No sin antes renunciar a su sueño. Tal vez aquel muchacho bravucón... Pero no. ¿O sí? No perdía nada por intentarlo.

-De acuerdo. -Accedió el ruso. -Pero te advierto que no es una lectura amena. Y no tiene fotografías, así que no sé cómo un ignorante como tú...

Para entonces el joven ya no le escuchaba, perdido entre la lectura de aquellas páginas tan densas. Parecía que la historia no hacía más que dar vueltas y vueltas sin llegar a nada. El hombre de San Petersburgo contemplaba al abogado, esperando que el crío se rindiera y dejara aquella farsa. Era evidente que no comprendía aquel lenguaje de símbolos tan arcaico. Sin embargo, no dejaba de actuar, pasando una página tras otra. Finalmente se detuvo en una. Había llegado, tras tanta divagación, a un argumento impactante.

-No puede ser... -Murmuró el muchacho. Había palidecido un tanto. -La Atlántida... Hundida. ¿Cómo? Tiene que ser una broma. Usted. Petrov, o como se llame. -Clavó sus ojos helados en el estudioso, abiertamente amenazante. -¿Puede leer esto?

-Fragmentos, mi iluso “tovarish”. -Respondió él, orgulloso, hinchando su desnutrido y enclenque pecho. -Estás ante una lengua muerta, única en el mundo. Solo un ‘criajo’ corto de miras como tú podría preguntar algo así. Entiendo algunas cosas, las construcciones gramaticales más básicas. Pero estoy diseñando un alfabeto que permitirá descifrar este manuscrito en unos pocos años. Mi legado. Mi obra maestra.

Allen reía al escuchar aquellas palabras cargadas de ilusa chulería. Por fin comprendió porque les habían enviado allí. Y, al conocer la verdad, su cara se puso completamente seria, como si se la hubieran esculpido en granito. Ya no reía. Se acercó un par de pasos, cerrándole la huida. Su voz era grave y fría como el hielo, y hablaba lentamente, para asegurarse de que el ruso le comprendía a la primera.

-Lo primero: Olvídese de legados. -Dijo el joven, esbozando una sonrisa igual de amenazadora que su proximidad. -Esta no es una lengua muerta. Ni tampoco es única en este mundo. Bajo las pirámides egipcias, las ruinas aztecas y en los tótems incas podría encontrar más de estos grabados. También en Islandia, según dicen. Llamamos a este lenguaje ‘enoquiano’, y algunos creen que fue heredado del cielo, de los ángeles.

-Cuanta imaginación... -Empezó el ruso, pero Allen no había terminado de hablar.

-Segundo: Ya le he dicho que es una lengua viva. Igual de viva que su civilización. Son aquellos que habitan en una región rodeada de mar llamada Atlántida: los Nephilim. Los hijos de los Vigilantes, de los ángeles que una vez caminaron por la Tierra. No se moleste en rezar. Le encontrarán de todas formas, y le borraran del mapa como si jamás hubiera existido. Así que olvídese de compartir con otros esta información. No les haría gracia que su secreto fuera revelado.

-¿Y que sabes tú de la Atlántida y de esos supuestos ángeles?

Artúrovitch había reunido el suficiente valor y la mente fría para enfrentar a aquellos iris metálicos y avanzar un paso hacia el centro de la habitación. Mientras traba de carcajearse de aquel muchacho y de sus excentricidades, pensaba en la mejor forma de despedirlo de aquella habitación, para que se fuera a casa avergonzado, con el rabo entre las piernas, y no vinieran más mentecatos a molestarle en lo poco que le quedaba de vida.

Sin embargo, y mientras aún no había encontrado una frase lo suficientemente cruel, el enfermo Izenbek pudo atestiguar como los objetos de la habitación se elevaban en el aire y se movían a tu antojo. Montones de hojas y pergaminos de traducciones flotaban en el aire y se despedazaban lentamente. El tintero y su contenido flotaban en forma de pequeñas bolitas negras que desafiaban con parsimonia a la gravedad.

-Se estas cosas porque soy uno de los que han enviado para matarle. -Respondió pausadamente el chico, sin apartar la vista de los ojos temerosos del literato del este. Junto al tintero que sobrevolaba sus cabezas, una pluma estilográfica flotaba amenazante, apuntando hacia el entrecejo de Artúrovitch. El ruso comenzó a rezar. Sin embargo, la pluma punzante que podría haberle asesinado cayó al suelo, inofensiva. El muchacho simplemente dijo: -No voy a hacerlo, pero tiene que hacer algo por mí. Hay una familia fuera. Usted sabe salir de la ciudad y evitar los controles. Llévelos a España. A su hogar. Yo no puedo hacerlo. Estaré muy ocupado entregando a mis jefes el Libro de Veles. Sí, ese que arranqué de sus manos muertas, después de que hubiera quemado la mayor parte.

Se miraron. El alto militar soviético, ya retirado, se cuadró ante el joven. Al final, sí que había resultado merecer la pena aquel crío. Mientras le tendía el manuscrito, las llamadas (solo por él, desgraciadamente) tablillas de Izenbek, se estrecharon los antebrazos con un gesto de guerreros. Mientras el ruso bajaba a encontrarse con sus protegidos españoles, vio como el chico de la Rosa Negra le guiñaba un ojo, con una vela en la mano.

Unos minutos más tarde bajaba para reunirse con ellos, y recordarles una vez más que no hablaran con nadie de aquello. Que olvidaran incluso pensarlo, o volverían otros que no serían tan compasivos. Mientras exponía aquel consejo, la pequeña hija de la familia española corrió a abrazarle como a uno más. Después, mirándolo con sus grandes ojitos almendrados, le pidió:

-Por favor, no te olvides de nosotros. Esto... -Sonrió sin reparos, como solo los niños saben hacer. -¿Y tu nombre?

“All...” De pronto, el nombre de Allen, el decimotercer miembro del Círculo de Chronos, de la Rosa Negra, le parecía un título vacío. El nombre que unos psicópatas, torturadores y déspotas le habían dado a un esclavo para convertirlo en asesino. Y no pensaba ser un títere nunca más. Así, por primera vez, pronunció otro nombre en su cabeza. Aquellas personas no sabían que, por primera vez en cinco años, había recuperado del olvido su nombre real. Pero no lo dijo.

-Te lo diría, pero sería otra cosa que tendrías que olvidar por tu seguridad. -Reconoció el joven, sonriendo de oreja a oreja. -Y por la mía, claro. Pero... Ah, ya se. Puedes llamarme “D”.

-Encantado, señor “D”.

-Lo mismo digo, señorita...

La chiquilla le dedicó una enorme sonrisa. Era una muchachita menuda, que no tendía más de tres o cuatro años. Su pelo caía en forma de unos bucles graciosos de color castaño rojizo. Llevaba un vestidito de primavera, lo que le daba la imagen de una diminuta princesa de cuento de hadas. Cuando desapareció, de la mano de su madre, algo de la luz de aquel lugar se fue con ella. El joven cumpliría su promesa de no olvidarla. Sus últimas palabras vibraron en el aire:

-Carmen. Me llamo Carmen.

Después de que partieran los españoles, el joven también se escabulló, tomando un camino distinto. Llevaba los restos del dichoso libro de marras bajo el brazo, en un sobre. El sol había empezado a ponerse. Seguro que Víctor le estaba esperando, tras una jornada de manos vacías, en el mercado de la Plaza Grande, con cara de malas pulgas. Apenas tenía unos minutos antes de ganar la apuesta: El tiempo necesario para repasar una vez más la historia que le contaría al Partido.









sábado, 21 de abril de 2012

ACTO II: Cuarta Parte

Pese a todo, el ataque a sus nervios le había dejado desorientado y débil. Escuchaba un inquietante pitido en los oídos, de los que manaba un fino hilo de sangre negra. Lo mismo ocurría por la nariz, y sus pupilas estaban dilatadas hasta el punto de transformar sus ojos en dos pozos completamente negros. Quien le hubiera visto en aquel instante, seguramente pensaría que acababa de salir del baño de una discoteca de moda, después de haberse 'metido' más de la cuenta.

Se acercó tambaleante a la familia que le contemplaba estupefacta, rodeada de tanta muerte. La mujer lloraba desconsolada, abrazando con fuerza a su marido. Este se encontraba en un estado muy grave, intentando mover un brazo que ya no le respondía. Su cerebro había estado a punto del colapso. De haber fallado, le habría causado una embolia, y habría sido su fin. Lo más seguro es que los nervios de su mano no se recuperasen del todo, pero al menos estaría vivo para intentarlo.

Al pasar por encima del cuerpo inerte de Zero, el joven letrado sintió un escalofrío de rabia. Le propinó una patada en el costado, recurriendo a las pocas fuerzas que le quedaban. Después. Al comprobar que no se movía, cubrió el cuerpo con su propia cazadora. Era un honor que aquel sádico no merecía, pero tampoco era justo que la pobre niña tuviera que ver el espectáculo de aquella horrible y sangrienta muerte.

Allen apenas se dio cuenta del objeto brillante que se escurría por el bolsillo de su pantalón. Lo escuchó tintinear a lo lejos, como si estuviera metido bajo el agua y todo se escuchase tras una burbuja, pese a que había sonado a solo un palmo de él. Era una señal de que, aunque lentamente, los efectos del poder del atlante estaban remitiendo. Cuando vio lo que era aquel símbolo, aquella cruz teutona de caballero, la agarró asqueado para lanzarla bien lejos de allí.

-Warte, bitte. Das Auto.

Una pequeña mano femenina atrapó la del abogado antes de que arrojara la insignia nazi. La mujer le señaló la llave que colgaba de una arandela, con una insignia metálica que el muchacho no conocía, y que sin embargo llegaría a ser famosa en todo el mundo. El atlante sostuvo unos instantes ante sus ojos aquella estrella de tres puntas rodeada de un aro. Después lo comprendió. Auto. Claro, un coche. Las llaves de un Mercedes.

Los cuatro se dirigieron a la salida de aquel lugar. Los soldados de las SS debían haberles llevado a un almacén en desuso, o tal vez a un taller abandonado. Solo eso explicaba aquellas piezas de motor, las cadenas y demás utensilios que los simpatizantes de Adolf Hitler debían usar para su más que conocida afición a la tortura. Seguro que aquellas baterías eléctricas no estaban allí para cargar los motores agotados.

Marido y mujer se sostenían el uno en el otro, mientras recorrían los últimos metros, de camino a la libertad. Allen se tambaleaba próximo a ellos, llevando de la mano a aquella niña. No debía tener más de tres o cuatro años. Por suerte para ella, todavía era demasiado joven para entender lo que había pasado. Con el tiempo, este día solo sería un mal recuerdo confuso en su memoria. Para Allen, en cambio, aquello no era algo que pudiera evitar tan fácilmente.

Había asesinado a un hermano. A un atlante. Y, por si fuera poco, a uno de los miembros de élite del Partido. Daba igual como lo justificara, a partir de aquel instante era un traidor al Estado. Con un poco más de tiempo, tal vez pudiera haber borrado su rastro. Deshacerse del cuerpo, limpiar las pistas... Pero no podía permitir que aquella familia siguiera en peligro más tiempo. Mandarían a alguien a “silenciarles”, a continuar con la labor de Zero.

El joven abogado intentó entablar conversación con aquella familia, en parte para alejar aquellos fantasmas de su mente, y también para que se calmaran un poco. Todos lo necesitaban. Por un instante temió que sus pobres dotes para el alemán no bastaran, y probó con el inglés. Los adultos de la familia entendían aquellos dos idiomas, pero ninguno era su lengua materna. Le explicaron que habían llegado unos meses atrás a Bélgica, de vacaciones de verano, y que se habían encontrado con las fronteras cerradas a su vuelta.

El terror nazi se había asentado en menos de un año, y ellos, como tantos otros, no pudieron regresar a su hogar. Cuando aquella pareja confesó que residían en España, el joven abogado se alegró y alivió a partes iguales. Aquel era un idioma que sí conocía. Una de sus primeras incursiones en el Tiempo le había llevado a formar parte de la tripulación de un velero español, en tiempos dorados de la piratería. Extrañamente, los conocimientos de Arca no solo se habían mantenido en su mente, sino que se actualizaban con la época. De ese modo, la lengua misma lengua, con varios siglos de diferencia, seguía siendo perfectamente comprensible.

Con todo, la huida de aquel lugar fue sencilla y sin complicaciones. Como ya sospechaban, al cruzar la puerta de salida de aquel garaje, se encontraron a las afueras de Flandes, en un descampado polvoriento repleto de maleza. Allí, aparcados, habían tres vehículos. Dos eran furgonetas sobrias, de las fuerzas militares alemanas. El otro, un bólido germano de color plateado y con los cristales tintados de negro. En el capó llevaba el logo de la policía secreta, y una bandera con la esvástica roja y negra. Nadie se atrevería a parar a un coche de la Gestapo. Nadie.

El trayecto entre Flandes y la capital, que en caballo había costado varias horas, solo les llevó unos cuarenta minutos por la línea de carriles que el partido nazi había construido para sus más altos y selectos miembros. Tal vez lo mejor hubiera sido olvidarse de Bruselas y conducir hacia el Oeste tanto como les fuera posible. Pero todavía estaba el asunto del ruso Artúrovitch. Allen necesitaba saber que era tan importante en esos escritos como para demostrar tanta maldad.

El teatro francés de La Monnaie era uno de aquellos negocios que había sido boicoteado por los “arios”, hasta obligarle a cerrar sus puertas. Al menos, en apariencia. Al caer la noche, un puñado de revolucionarios, o simplemente personas con un cierto aprecio a la vida y sus detalles más simples, aparecían y desaparecían por una pequeña trampilla que daba al sótano. Dentro, un grupo de judíos conversaba afablemente bajo el humo de los puros. En el escenario, un muchacho de raza negra coqueteaba con una corista que reía risueña. Escenas como aquellas eran las pinceladas de color que aquella oscura época tanto necesitaba.

Florian Deveaux era uno de aquellos excéntricos y afeminados burgueses que se dejaban ver, ataviados con sus mejores galas, en todas las fiestas y los bailes de la élite de la Francia post-renacentista. Había estado en el lugar y el momento equivocados cuando estalló la Gran Guerra (como tantos otros), y había acabado engrosando en las líneas del ejército del Triple Entente. Aquello no duró mucho, pues su pelotón fue emboscado en las afueras de algún bosque austríaco, y acabaron encerrados en un campo de concentración de Stuttgard.

Nadie sabía cómo había escapado de allí, ni cuándo se había convertido en el propietario de aquel teatro. Sus más allegados solo sabían dos cosas sobre él: Que seguía manteniendo el gusto por las fiestas desenfrenadas, y que el tiempo en la sombra le había vuelto condenadamente loco. Por eso, nadie se sorprendió demasiado cuando los invitados de La Monnaie descubrieron al galo apuntando a un grupo de recién llegados con un arcabuco pasado de época, de esos que solo tienen un disparo antes de rellenarlos con pólvora y metralla.

-Eh. Abajo el rifle, “Napoleón”. -Dijo Allen, apartando sin cuidado la pistola de su cara. -No somos perros alemanes, aunque estemos manchados con la sangre de una docena de nazis. Esta familia necesita un salvoconducto a España, y tal vez un poco de vino con el que honrar el luto de un amigo común.

lunes, 16 de abril de 2012

ACTO II: Tercera Parte

“Allen” se despertó con el sonido de un disparo, pensando que aquello era el final. Por esa vez, al menos, él no era el objetivo del tiroteo. Enfrente suyo había una fila de personas, todos con bolsas negras en la cabeza, atados y puestos de rodillas. Uno de ellos se desplomó como un fardo hacia delante, con un rastro de sangre empapando la bolsa. La pistola que sostenía el miembro de la Gestapo todavía humeaba por el uso.

Allí estaba ese hombre otra vez. El joven atlante lo escudriñó con los ojos entrecerrados. Ahí estaban, como dos grandes muestras de lo que no debería existir: Las alas. No eran los apéndices emplumados de las aves, ni siquiera se trataban de una parte física del cuerpo del extraño alemán, una especie de luz blanca que emergía de su espalda, y que apenas podía verse a simple vista. Solo los nacidos en la Atlántida, descendientes de los Vigilantes, poseían aquel distintivo en sus cuerpos.

Los humanos, ajenos a aquello que no comprendían, no podían distinguir el menor rastro de ellas. Incluso los propios atlantes tenían dificultad en verlas, hasta las que ellos mismos poseían. Con el tiempo, simplemente las habían interiorizado como algo 'habitual', y las habían olvidado. Pero cuando Allen las vio en aquel hombre, comprendió que el abogado y el policía de la Gestapo tenían una cosa en común: Los dos eran viajeros de una época distinta a aquella. Concretamente de una que habían dejado casi catorce milenios atrás.

-Ah, te has despertado. -Murmuró el hombre de pelo blanco, mientras encañonaba a otro de los presos que estaban en fila. -Enseguida estoy contigo. No pueden quedar cabos sueltos. Demasiados testigos…

Y disparó. Otro cuerpo, desplomándose sobre su propio peso, que quedó en una postura muy parecida al primero. El resto de los presos temblaban visiblemente. Debían estar amordazados bajo aquellas bolsas, porque ninguno gritó ni suplicó por su vida. Mientras el funcionario de la Rosa Negra miraba, la pistola volvió a disparar para llevarse otra vida. La docena de nazis de las SS contemplaban la escena con macabra diversión.

-¡Detente! -Gritó el muchacho, a pleno pulmón. -Te juro que lo lamentarás...

La fría amenaza del chico de ojos metálicos solo provocó una leve sonrisa en el falso miembro de la Gestapo, que respondió a su desafío con otro disparo de su arma. Ya solo quedaban cinco presos con vida, todavía en silencio, encapuchados, esperando a ciegas que llegara el fatídico final. Cuando escuchó la muerte de otro de ellos, el joven se revolvió contra los grilletes de acero que le sujetaban. Uno de los nazis reía de forma sádica, y se acercó al muchacho, con la mirada de un demente.

Aquel soldado en particular ya había estado destinado en uno de los campos de concentración, y no le resultó complicado acallar al detenido. Con un par de pasos recorrió la distancia que los separaba y le hundió la culata de la MP40 en el tabique nasal. Aquel tremendo golpe le dejaría fuera de juego varias horas, con suerte. Eso, si no se desangraba antes. Eso hubiera ocurrido, sin duda, de no haber chocado contra algo más duro que la carne, el cartílago y el hueso del abogado.

El alemán miró desconcertado su arma, que se había abollado hasta quedar inservible, como si la hubiera interpuesto entre él y un camión en marcha. Retrocedió un par de pasos, clavando sus ojos en los iris cobrizos del atlante, que miraban con rabia. No había recibido ni un rasguño. Asustado, el soldado de las SS intentó desenfundar la pistola, demasiado ingenuo para comprender que, aún esposado, el alcance del joven iba más allá de lo que abarcaban sus manos.

Mientras sentía el poder del extraño letrado, el germano gritó. Los botones de su uniforme se clavaban en su piel. La bandolera roja con la cruz gamada se cernía sobre su brazo como un doloroso torniquete, que apretaba más y más. Y el casco del ejército, de casi un dedo de grosor, comenzó a contraerse hacia dentro, estrujando el cráneo como si se tratarla de un cascanueces. El oficial de policía lo observaba todo con aquella mirada fría y calculadora, entre divertido e intrigado por el poder de aquel individuo. No hizo nada para evitar la tortura de su subordinado. De hecho, de un momento a otro esperaba oír un incómodo 'clac'.

Y, de repente, Allen se detuvo. El casco dejó de hacer presión, aunque estaba demasiado hundido como para que el militar pudiera quitárselo, y cayó al suelo entre gritos de dolor. El muchacho, por su parte, temblaba visiblemente, y se hubiera llevado las manos a la cabeza de haber podido. El miembro de la Rosa Negra jamás recordaba haber sufrido una tortura como el dolor que se había producido dentro de su cabeza. Notaba el sabor a sangre dentro de sus encías, y la escupió sin reparos. Su sangre, que cayó al suelo enfrente de donde él se retorcía, era negra.

Pensó que iba a desmayarse otra vez, pero el dolor fue disminuyendo conforme la presión de su poder dejaba de surtir efecto en el soldado alemán. Levantó la mirada, desafiante, todavía entre jadeos, para observar cómo, frente a él, el policía de cabello blanco aplaudía lentamente. El muchacho esperaba ver como aquella expresión satisfecha se tornaba en miedo cuando la corbata que llevaba anudada al cuello le estrangulase. En cuanto se concentró en mover la pequeña prenda de ropa, regresó el dolor. Y, como aquella vez, enfrente de la pastelería, no sucedió nada en absoluto. El tipo de la Gestapo siguió respirando y sonriendo con sorna.

-No te esfuerces demasiado, o tu mente se colapsará y sufrirás un derrame. -Advirtió el hombre trajeado. -De nuevo, te felicito por tu habilidad. Pensaba que eran tus manos las que movían objetos, pero veo que no las necesitas para ser letal. Pero todo eso no te funcionará conmigo. El dolor que sientes se debe a mi presencia. Pero no te preocupes, no voy a matarte. Te soltaré.

-Hazlo y fregaré este suelo con tu sangre. -Rugió el joven.

-Vaya forma de tratar a un compañero. -El hombre movía la cabeza en gesto conciliador, como si le hablara a un estudiante especialmente terco. -Arca me envió aquí, con la misma misión que tú. En el Partido quieren este libro como sea. De modo que estamos juntos en esto. Me presentaré: Soy el miembro número XI del Círculo. Me conocerás con el nombre de Zero y, como tú, también tengo mis trucos. Mi especialidad es el dolor. Observa.

El aire vibró de forma notable, y el muchacho sintió un agudo e incómodo pitido en los oídos. Pero aquello no era nada comparado con lo que sentían los miembros de las SS. Uno a uno llevaron sus manos a la cabeza entre violentos espasmos. Sangraban por los oídos, la nariz y la boca, y tenían las pupilas dilatadas. Solo duró un instante. Después, uno por uno se desplomaron inertes, formando figuras inverosímiles al caer.

-Los humanos son frágiles y aburridos. -Continuó hablando Zero. Sus ojos verdes brillaban con una diversión malsana. -A voluntad, puedo hacer que todas sus terminaciones nerviosas fallen de golpe, o provocarles un tormento inimaginable en el lugar donde desee. Los atlantes estamos hechos de otra pasta, claro. No obstante... -La mirada del caballero de pelo blanco se endureció, y el dolor volvió a estremecer al joven funcionario. -...Si uno sabe dónde apretar... Digamos que, en tu caso, te sería muy difícil acceder a tu poder interior, mientras tu cerebro solo piensa en el dolor que le recorre, incapaz de apaciguarlo. Ahora observa y aprende, muchacho.

Mientras el abogado trataba de recuperar el aliento, era evidente que aquel sádico vestido de traje estaba disfrutando como nunca. Paseaba con la tranquilidad de quien recorre un parque en un soleado día primaveral. Uno a otro, fue destapando las bolsas de los detenidos, y quitándoles las mordazas. Un dedo en sus labios y la pistola aún en sus manos fueron argumentos más que suficientes para que los presos guardaran silencio.

Una pareja adulta miraba entre lágrimas a la pequeña niña arrodillada que había entre ellos. El joven los reconoció de pasada: Eran una familia que se encontraban tomando el postre en aquella cafetería, cuando comenzó el tiroteo. Allen se sintió furioso. Por su culpa, por haber mostrado sus poderes, por su irresponsabilidad, los había condenado. A ellos y al resto de los que estaban allí. Los soldados de las SS y los civiles que habían atestiguado al atlante ya eran solo sacos inertes desperdigados por la habitación. Ellos serían los siguientes. Zero estaba aplicando a rajatabla la norma del Partido de No-dejar-testigos.

El otro de los supervivientes (de momento) era el propio dueño del establecimiento, el señor Haeschlose. El fornido belga era el que peores cartas tenía en aquel momento. Al fin y al cabo, era fácil pensar en los métodos que utilizaría Zero, el experto en dolor, para que el pastelero cantase la información que necesitaba sobre Artúrovitch y el Libro de Veles. Después de aquello, todo sucedió muy rápido.

Tras un par de minutos de lo que imaginaba el joven como un sufrimiento colosal, el belga seguía rehusándose a hablar. La tortura se reanudó otro tanto más, pero Baris Haeschlose siguió en sus trece, mostrando un valor que rallaba la locura. Al final, resultó evidente que el hombre moriría antes de hablar, lo que sucedería muy pronto, por lo violento de aquel interrogatorio. El abogado de ojos castaños seguía debatiéndose contra las cadenas cuando Zero cambió de método.

Comenzó a torturar a los padres de la niña. Primero fue el marido. Chilló como un cerdo abierto en canal, pero el belga no soltó prenda. Con la mujer pasó igual. Pese a que Baris lloró y suplicó que acabase con él de una vez, siguió resistiéndose a hablar. Solo cuando el oficial de la Gestapo tomó a la niña, consiguió lo que deseaba. Antes de que empezara a torturarla, el inquebrantable belga se vino abajo. Tenía los puños tan apretados que se habían quedado blancos.

-Está bien. -Dijo, secamente. -Te diré lo que quieres saber. Izenbek se encuentra en una de las alas deshabitadas por mantenimiento del teatro de La Monnaie. El libro estará en su poder. Sé perfectamente que vas a matarnos de todas formas, pero al menos no me llevaré en la conciencia la culpa de esta pequeña, de no haber hecho algo. Hay un hueco especialmente hondo en el infierno para gente como tú.

Con aquellas palabras, le escupió en la cara. Aquella fue la última muestra de valor del obeso pastelero. Incluso su muerte fue noble, sin apenas mostrar dolor ni gritar, mientras su vida, literalmente, se consumía. Allen gritó de rabia. Las paredes temblaron. El dolor volvió, por supuesto, pero aquello ya era secundario. No le permitiría poner un dedo encima de aquella niña. Coincidiendo con el último aliento de Baris Haeschlose, las cadenas que apresaban al joven letrado, todos y cada uno de los eslabones, se quebraron con un estruendo.

Los dos viajeros de la Atlántida alzaron sus manos, el uno contra el otro. Un latigazo de angustia recorrió al muchacho como una descarga. Su boca se llenó de sangre, igual que las fosas nasales y los oídos. Pero el dolor no era nada comparado con su rabia. El latido incontrolado en las sientes era solo una sensación de que su furia iba en aumento, y aquello le daba fuerzas. Por su parte, Zero estaba disfrutando como nunca.

Jamás habían permitido al fiel soldado del Partido batirse contra alguien de su propia especie, y era algo que siempre había deseado en secreto. Ya no recordaba cuando había empezado a reírse de aquella manera tan descontrolada. Tampoco le extrañaba tener el brazo derecho levantado. Aquello era un gesto común en el saludo de los simpatizantes de Adolf. Lo que no advirtió fue que en aquella mano llevaba todavía la pistola con la que había sentenciado a los encapuchados. Cuando por fin se dio cuenta, ya era tarde. El arma se movía por voluntad propia, y apuntaba directamente al rostro del oficial.

El gatillo se accionó como un resorte... Y el dolor que sentía el chico de ojos cobrizos cesó.

ACTO II: Segunda Parte


-¿Me está escuchando, 'Mein Herr'?

El muchacho se volvió sin apartar los ojos del oficial de la policía secreta. Los dos soldados uniformados se habían acercado al letrado de ojos castaños, y le miraban con abierta hostilidad. El joven abogado de la Rosa Negra entendía perfectamente aquella lengua (El haz de luz de Arca se había encargado de llenar su mente con aquella habilidad), pero el Ministerio no podía agitar una varita mágica para que su pronunciación fuera excelente. El único método para aprender era mediante la clásica y dura práctica, y aquel funcionario no dominaba tanto el idioma como Víctor.

Él tal vez hubiera podido enmendar la situación de forma pacífica, pero Allen seguía con la mente en otra parte. En su cabeza, las sienes le latían con fuerza, en un vano y desesperado intento de descifrar aquello que no estaba notando como siempre. El soldado de las SS, impaciente y contrariado al ver que aquel civil se dignaba a ignorarle, levantó el cañón de la ametralladora y repitió su mensaje, acompañando cada sílaba con un golpecito del arma contra el oído del joven.

-He dicho que me enseñe la documentación, señor. -Volvió a decir el alemán. -No hace falta recordarle que tengo la potestad de encarcelarlo de forma preventiva, 'ja?'. Tal vez Auswitch le ayude a prestar más atención a quien le habla, ¿No cree? 'Klar?'

Con seguridad, el soldado de las fuerzas del Reich esperaba que aquellas palabras bastasen para hacer temblar de puro terror a aquel joven. Sin embargo, el abogado solo despegó los ojos del hombre cano que tomaba el gofre para clavar una mirada fría, de acero, en aquel pistolero nazi. El germano le doblaba la edad, y era más alto y fornido que aquel muchacho de pelo castaño, pero se mantuvo clavado en el suelo por la fuerza de aquellos ojos metálicos, mientras el chico apoyaba la mano en el cañón de la MP40 y la apartaba suavemente de su vista al tiempo que hablaba.

-Me estás haciendo perder el tiempo y la paciencia. -Dijo Allen, frío. -Y no me sobra ninguna de las dos cosas. Ahora, apártate y vete por dónde has venido.

El soldado se quedó sorprendido por aquel desafío, y eso era exactamente con lo que contaba el atlante. Bastó ese segundo para zafarse completamente de su arma, y le propinó un golpe en la boca del estómago que le dejaría 'KO' un buen rato. Con lo que no contaba era con su compañero, más duro y sádico que el primer nazi, que había levantado su arma sin inmutarse por las amenazas. Cuando el repiqueteo de la automática inundó la habitación, Allen estaba agachándose sobre una mesa cercana.

Las balas silbaron sobre su cabeza, destrozando el cristal del escaparate, la puerta de entrada y gran parte de la pared que tenían enfrente. Antes de que la siguiente ráfaga fuera certera, el joven letrado saltó por los resquicios rotos de la ventana que daba a la calle. Tan pronto como advirtió a otros dos hombres en el exterior, descubrió que saltar había sido una mala idea. Aquellos tipos llevaban sendas bandas rojas alrededor del brazo derecho, y estaban lo bastante cerca como para advertirse la esvástica negra en sus brazaletes.

El aire se volvió denso mientras Allen se incorporaba. Una bala impactó a escasos centímetros de su cabeza. Entretanto, el simpatizante del partido nacional que se encontraba más cerca había desenfundado ya su Luger y apuntaba con ella casi a quemarropa hacia el pecho del muchacho. Se escuchó un único disparo, demasiado cerca para fallar, al tiempo que el abogado de otra época hacía un aspaviento con la mano, como si apartara de si una mosca que llevara tiempo incordiándole. El proyectil, desviado, impactó en una señal de 'Stop' cercana.

El pistolero nazi abrió la boca sorprendido, demasiado para seguir disparando, mientras el rostro del joven de ojos cobrizos se relajaba visiblemente. Tan solo fue una mínima fracción de segundo la que tardaron los soldados en reponerse de aquel hecho imposible. La bala que no debía haber fallado, no había acertado su blanco. Pero bastó ese momento para que el atlante reaccionase.

-Tenéis una última oportunidad de rendiros. -Dijo, sonriendo de forma amigable.

Mientras hablaba, el pasante del Ministerio de Justicia levantó sus manos de nuevo. Al mismo tiempo, el cargador de la Luger se desprendía de la pistola, justo mientras el tirador presionaba el gatillo, encasquillando el arma. La ametralladora MP40 del soldado de las SS voló de sus manos, mientras las piezas saltaban y se desperdigaban por la pastelería del belga. El último de los nazis (Sin contar al que había quedado inconsciente) trataba de extraer un puñal de una de sus botas, pero Allen fue más rápido. A una orden del muchacho, el cuchillo saltó de la pernera del alemán directamente hacia sus manos.

El joven miembro de la Rosa Negra respiró profundamente, mirando de forma intermitente a unos y otros. Si todo iba bien, los alemanes saldrían corriendo con el rabo entre las piernas, y él podría hacer lo que había venido a hacer. Ya se encargaría después de explicar al Ministerio el hecho de que hubiera tenido que usar sus poderes en público, y todo podría quedarse en un tirón de orejas. Pero... ¿Cuándo demonios habían salido las cosas 'completamente' bien?

Con aquel pensamiento en mente, el chico de la chaqueta de cuero apenas se sorprendió al ver aparecer un pequeño ejército de una docena o más de alemanes venidos de todas las direcciones, rodeando la pastelería. Todos iban vestidos con el uniforme de combate de las SS, y armados hasta los dientes. El muchacho trató de tranquilizarse y de mantener la cabeza fría. Había podido antes contra peores peligros, en peores situaciones. Levantó las dos manos, dispuesto a obligar a todos los nazis a soltar sus armas al mismo tiempo...

...No pasó absolutamente nada.

-Un poder interesante, el suyo. -Dijo una voz a su espalda. -Mover objetos con la mente y desviar las balas... Sí, sin duda. El Partido estará encantado de investigar este fenómeno.

Allen descubrió una nota extraña en la forma de pronunciar la palabra Partido. Como si no se refiriera tanto al gobierno nacionalsocialista de Hitler como a aquel al que pertenecía el propio joven. Pero eso era imposible. O... Y entonces el abogado se quedó de piedra al volverse sobre sí mismo para encarar a su interlocutor. Quién le hablaba no era otro que el trajeado miembro de la Gestapo que tanto le había contrariado a simple vista.

Y entonces lo comprendió. Aquello que le había llamado la atención inconscientemente con tanta fuerza. Aquello que le había mantenido en 'Shock' al entrar al establecimiento del belga. No era el atuendo del hombre, ni siquiera su pertenencia a la policía secreta alemana. Lo que le chocaba de su aspecto no era algo físico, relacionado con su ropa o sus formas, sino que era todavía más evidente: Aquel hombre... Tenía alas.

-Nunca cometas el error de creerte el único en algo, “Allen” -Dijo el oficial.

Aquellas palabras las dijo tan cerca del oído del muchacho que nadie más las escuchó. Fueron las últimas que escuchó el joven antes de que la culata de un arma impactara en su nuca, haciéndole perder el conocimiento. Mientras caía inconsciente pudo ver un símbolo en el antebrazo del hombre del pelo blanco, un tatuaje de tinta oscura que permanecía casi cubierto por el puño del traje. Pero el joven no necesitó verlo completo para saber lo que era: Una rosa de color negro...

domingo, 15 de abril de 2012

ACTO II: Primera Parte



Bruselas, Bélgica; Año 1941



Allen y Víctor aterrizaron de pie nada más aparecerse en mitad de la campiña belga. El aire traía consigo la humedad de la lluvia que había arreciado las últimas horas. Las nubes se habían despejado, pero el suelo de tierra, convertido en un barrizal, seguía guardando el recuerdo de la tormenta. Por suerte, Arca se había encargado de proporcionarles una indumentaria menos llamativa que el uniforme del Ministerio. También se habían tomado las precauciones de que nadie estuviera por la zona para ver a aquellos dos jóvenes materializarse en el aire.

El joven abogado de ojos cobrizos se encaramó a una ladera cercana para observar el paisaje. Se descubrió vistiendo unos pantalones de tela a cuadros, una camiseta de manga larga azul marino y unas botas de estilo militar. Encima, llevaba una chaqueta de cuero abrigada. Toda la ropa tenía un aspecto desgastado, sucio, y era sofocante incluso en aquel clima tan húmedo. Sin embargo, se contuvo para no pensar en ello, y se empeñó en mirar al horizonte. A lo lejos, había una ciudad.

-Bruselas. -Dijo a su compañero.

Víctor le dedicó un tosco gruñido como respuesta, demasiado ocupado en comprobar el cargador de la pistola alemana que había encontrado en una funda, con sus nuevas ropas. Además de la Borchardt-Luger Nº6, el cañón nazi por excelencia, no parecía haber más “regalos” de parte de Arca. Una vez se hubo enfundado el arma, se permitió mostrar una expresión de desdén a su compañero. Pero para entonces, Allen ya había comenzado a andar hacia la ciudad, dándole la espalda al pistolero.

Durante un tiempo no dijeron nada. Estaban demasiado ocupados pensando en que podía tener aquella misión de especial. Qué la hacía tan importante como para enviar a dos de los miembros del Círculo de Chronos, en lugar de solo a uno. Al fin y al cabo, solo les habían ordenado recuperar un objeto, el “Veles kniga”. Un libro religioso escrito hacía siglos en un pueblo ruso, y que recientemente había encontrado un tal Fedor Artúrovitch Izenbek. Nada del otro mundo.

Mientras andaban, conforme se iban acercando más a Bruselas, los dos jóvenes iban advirtiendo una serie de carteles y banderas negras y rojas, los emblemas de la ocupación nazi. Además de los detalles de la misión, la Rosa Negra les había proporcionado el conocimiento básico de aquella época, para evitar que se delataran como extranjeros. El anonimato era esencial para evitar una posible grieta en el continuo espacio-temporal.

Superar el acceso a la ciudad fue terriblemente sencillo. Víctor se presentó como el doctor Schneider, de las SS alemanas. El miembro de la Rosa Negra tendría unos veinticuatro años, y desempeñaba su trabajo en el “Círculo” desde hacía solo dos. Vestía pantalones de pana marrones y un jersey pardo con una bufanda de color negro. Llevaba, igual que su compañero, la clásica boina ladeada con forma de gorra que tan de moda se había puesto en los años 30, y que aún continuaba gozando de popularidad en aquella década.

Su cabello era de un tono rubio platino muy brillante, y sus ojos eran de un azul clarísimo. Aquel aspecto “ario”, junto a la mención del partido nacionalsocialista y su perfecto uso del alemán, bastó para que los dos jóvenes cruzaran la oficina de aduanas sin levantar sospechas. Sin embargo, una vez dentro sabían que no tenían mucho tiempo. Arca les había proporcionado dos días antes de que el auténtico doctor de las SS apareciera por aquella ciudad.

-No está mal, “novato”. -Murmuró Allen, una vez hubieron cruzado el control.

-Me hubiera gustado verte a ti, entrando a hurtadillas entre los guardias, imbécil. -Respondió el falso alemán. -Será mejor que cada cual siga su camino. Nos reuniremos en el mercado de la Plaza Grande, mañana a la puesta de sol. Para entonces, veremos quien tiene el libro.

Aliviados por poder trabajar a sus anchas, los dos compañeros acordaron buscar al tal Fedor Artúrovitch por separado. Víctor utilizó su falsa identidad a modo de pasaporte para acceder a las altas esferas de las élites nazis, desde donde organizar una búsqueda propia del servicio de inteligencia de Hitler. Al caer la noche, los resultados del rubio no eran distintos a los que tenía al comenzar: El ruso parecía estar escondido bajo una piedra muy pequeña, totalmente fuera del radar de los germanos.

Allen intuía, gracias a los conocimientos “prestados” de Arca, que un hombre que se había declarado partidario del comunismo, y que había participado en la Revolución bolchevique, no estaría a simple vista en una ciudad ocupada por el fascismo alemán. Decidió comenzar por el lugar donde comenzaban siempre las resistencias hacia cualquier invasor, por pequeña o grande que fuera su amenaza: Las oscuras y húmedas mesas de las tabernas con trastienda.

Allí, al calor de una jarra de cerveza belga, bastaron unos cuantos comentarios despectivos hacia el régimen nacionalista invasor, susurrados en los oídos acertados. Bajo el humo del tabaco de pipa, el cantinero informó al joven funcionario de una serie de lugares y nombres que podrían ayudarle en su lucha en las sombras. Tras apurar su bebida en pocos tragos, el muchacho dejó una generosa propina y se marchó por donde había venido, por la puerta trasera de aquella tasca.

Al ponerse el sol, Allen se dejó caer por las caballerizas que usaba el ejército del III Reich. A modo de improvisada ganzúa, bastó medio minuto de suave y experimentado acercamiento a la cerradura con la punta de un imperdible que llevaba oculto en el pelo. El candado cayó al suelo polvoriento sin hacer ningún ruido, y antes de que la luna estuviera en lo más alto, el joven había alcanzado Flandes picando espuelas, a lomos de un indómito corcel negro.

Era un secreto a voces en aquella época que la comunidad de Flandes estaba totalmente en contra de la ideología de Adolf Hitler. Sin embargo, el antiguo reino de Bélgica no contaba con un ejército armado con el que poder combatir a sangre y fuego por el control de sus calles y barrios, y sus ciudadanos solo podían confiar en la violencia callejera de aquellos que decidían tomarse la justicia por su mano. Uno de aquellos insurrectos era Baris Haeschlose, que era el nombre que el tabernero bruselense le había recomendado al joven del Círculo de la Rosa Negra.

Resultó que el impronunciable nombre belga del señor Haeschlose era bastante conocido en aquella ciudad. Se trataba de uno de los más importantes maestros pasteleros antes de la ocupación nazi, y miembro del consejo del Ayuntamiento. Aquello, no obstante, había sido antes de que los amigos de la cruz gamada llegaran a las puertas de Flandes. Ahora, despojado de su cargo, Baris Haeschlose se encargaba de una pequeña cafetería de gofres, situada en pleno centro de la actividad aria.

Había dos soldados de la Schutzstaffel, las conocidas SS, en una mesa cercana a la puerta. Se volvieron al sentir la llegada del muchacho de ojos cobrizos. Llevaban el uniforme militar negro con la insignia de los dos rayos blancos, y los dos estaban armados con la ametralladora MP40 del ejército del Reich. Eran armas potentes y de corto alcance, y en aquel espacio cerrado hubieran partido al muchacho como si fuera de cristal. Sin embargo, sus ojos se clavaron en otro hombre. Un personaje que tomaba el postre un par de mesas más adelante.

A diferencia de los dos soldados rubios, de aspecto nórdico, toscos y deseosos de violencia y sangre, había un tercer actor que desentonaba en la colorida tienda de gofres de chocolate. Era un hombre maduro, cuyo cabello blanco le hacía aparentar más edad de la que en realidad tendría. Sus ojos eran dos pozos de hielo, de un color verde oscuro muy vivo. Tenía esa mirada de quien acostumbra a observarlo todo con detenimiento. No miraba hacia la puerta, donde se encontraba Allen, pero su presencia allí era perturbadora.

Vestía de forma impecable, con un traje a medida de color negro, impoluto, con un sombrero de ala corta del mismo corte. Allen no apartaba los ojos de él, confundido por el magnetismo de aquel extraño. El hombre, por su parte, siguió comiendo el gofre que tenía en el plato, ajeno a los ojos del muchacho de la entrada. No había nada en aquel tipo que resultara demasiado sospechoso, aunque el chico castaño advirtió una cadena que colgaba del bolsillo de su pantalón, a modo de llavero.

Era una cruz de hierro negra, con la esvástica nazi inscrita en el centro. Aquella era la insignia de Caballero, que otorgaban a los condecorados de guerra como símbolo del valor. Y ese hombre parecía demasiado educado, inteligente y calmado como para haber estado en el frente de las trincheras. De modo que solo podía ser un miembro de la policía secreta alemana. Pero, ¿Que hacía la Gestapo allí? ¿Casualidad? Y no solo eso. Había algo más... Aquel hombre no era como el resto de los que Allen había visto. Algo no olía bien…









jueves, 12 de abril de 2012

ACTO I: Cuarta Parte (Final)

La puerta, que había permanecido oculta entre las sombras, se deslizó hacia arriba mediante una serie de pasadores automáticos, procesados por una Entidad Virtual llamada Arca. Aquel cuarto de la limpieza, iluminado escasamente por una bombilla de emergencia, quedó inundado por una cegadora luz blanca que venía del interior del ascensor secreto. El joven entró sin pensárselo dos veces, y la puerta se cerró a su espalda.

Aquel aparato no era como el ascensor enorme que se encontraba en el Hall del Ministerio de Justicia, aquel mastodonte diseñado para cargar a la vez cerca de sesenta personas y unos tres mil kilos de peso. Más bien era un estrecho cubículo personal que parecía dispuesto a lanzar al joven directo al espacio. Pero, en lugar de expulsar a su portador hacia el cielo, el transporte se dirigió hacia abajo.

Una vez más, cuando las puertas se cerraron, el funcionario no pudo evitar pensar en la enorme farsa de la que era cómplice. Pese a que en la Academia Militar había recibido los conocimientos propios de una Universidad, concretamente Ciencias Políticas, Derecho y estudios sobre Criminología, su trabajo como miembro de la Fiscalía del Ministerio era solo una cara de la moneda. La otra, que permanecía siempre oculta, era aquella, la que comenzaba al entrar en aquel ascensor. Su verdadera contribución al Partido.

-Isaac Newton dirá: “Lo que sabemos es una gota de agua; lo que ignoramos es el océano”. -Dijo la mujer, con tono neutro. De nuevo, aquella voz inhumana.

El joven miró hacia la pequeña cámara que le observaba desde arriba. Tras cinco años en aquella vida, no le sobresaltaban los aportes de Arca. Intuía que la Inteligencia Artificial de aquel ser informático era capaz de detectar pensamientos. Tal vez fuera por la electricidad del cerebro, o por una serie de ondas de ínfima frecuencia. El muchacho no podía, ni necesitaba saberlo. Como tampoco sabía quién era ese tal Newton. Como la mayoría de lo que decía aquella voz cibernética, simplemente lo descartó.

Pero aquel no era el único talento de la mujer (o de la máquina). En aquel momento, una serie de escáneres infrarrojos en forma de láser barrían completamente aquel cubículo, en busca de cualquier objeto o arma que pudiera hacer peligrar la operación. Del mismo modo, una serie de gases inodoros bañaban el ambiente, en apacible calma. Si hubieran detectado cualquier rastro de explosivo o producto químico o bacteriológico, el oxígeno simplemente se hubiera extinguido, eliminando la amenaza. Allí imperaba la máxima de desconfiar de todo. Y de todos.

Por lo que sabía el chico, tan solo había habido un intento de traición dentro del Partido. Solo uno, en los casi once años que llevaba la Rosa Negra en el cargo. Al menos, solo había sido publicado aquel atentado. El joven funcionario supuso que las medidas de seguridad de aquel grupo eran tan infranqueables, que el resto de los que intentaron algo, “desaparecieron” antes incluso de poder poner en práctica su plan. Salvo el conocido públicamente como el “Caso Subert”.

Al “Tokai” Subert no era más que un borracho triste el día de su juicio, a pesar de que había sido el Gobernador de una importante ciudad costera. El muchacho de la Fiscalía había presenciado el veredicto de los jueces, en calidad de pasante. Por eso, la información que tenía de aquel día era de primera mano. De otra forma no se habría creído lo que había sucedido en aquella sala. El alcohólico Ex-Gobernador había sido despojado de su cargo por una serie de cargos de Corrupción y Conspiración contra el Partido.

El “Caso Subert” despertó infinidad de rumores. Unos decían que su avaricia le había llevado a morder la mano que le daba de comer. Los menos, susurraban en la privacidad de sus casas que el amable político había estado husmeando en los trapos sucios de su ciudad, y que se había topado con algo demasiado comprometido. Decían que se había vuelto peligroso, o tal vez “prescindible”. De cualquier forma, el Gobernador fue sentenciado y ejecutado sin posibilidad de apelación.

De hecho, se decidió dar ejemplo con aquel crimen, y se decretó la peor condena que se reservaban los atlantes, solo concedida a la peor calaña. Una tortura que el pueblo llamaba con auténtico fervor “La Cruz”. Desde entonces, nadie más había vuelto a cuestionar al Partido. El joven funcionario cerró los ojos un instante, alejando de él aquellas imágenes de la mutilación que había presenciado. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, mientras el ascensor bajaba las últimas plantas.

Las puertas del pequeño cubículo secreto se abrieron, mostrándole al joven funcionario una sala que ya le era familiar. Todas las paredes, incluido el suelo y el techo, brillaban con una intensa luz blanca que venía de cientos de paneles eléctricos en forma de baldosas. A lo lejos, tras un pequeño descansillo, estaba la Sala del Arca. Por los sonidos que le llegaban de aquel lugar, el chico pudo adivinar que los otros ya habían llegado. Apretó el paso.

La Sala del Arca era una habitación esférica, con una serie de cómodos asientos, dispersos entre cientos de pantallas holográficas que mostraban imágenes muy diversas. En unas se veían fragmentos de guerras y de catástrofes naturales, mientras que otras mostraban la vida de algún individuo importante. Y allí, en el centro de la sala, estaba el Cubo.

El Cubo era el motor del Arca, la energía que le permitía moldear la línea de las Eras. Con aquel objeto, aquellos que estaban congregados en la sala podían ver escenas de una historia que estaba por llegar. A veces, incluso futuros alternativos que nunca se cumplirían. Aquella era el arma más temible y atrayente de la Rosa Negra. Con aquel pequeño objeto, se podía no solo ver a través del tiempo. Podían viajar sobre él.

El muchacho estaba demasiado ensimismado en aquel diminuto polígono dorado, intentando en vano comprender su funcionamiento. Como tantas otras veces, el artefacto ejercía sobre él un magnetismo irrefrenable. Y no era el único. Todos los que estaban reunidos en la sala permanecían callados, reverentes. Solo cuando el chico ocupó su asiento y el Círculo estuvo completo, la veneración a aquel objeto se redujo notablemente.

-Tardón. -Dijo una voz femenina.

El joven se giró en su asiento para encontrarse con los suaves rasgos sonrientes de una de sus compañeras. Le devolvió una cálida sonrisa a aquella chiquilla de ojos verdes. No tendría más de dieciseis o diecisiete años, una de las más jóvenes del Círculo. Sin embargo, allí estaba, luciendo la camisa blanca del Ministerio y una corta faldita negra que acrecentaba todavía más su aspecto de colegiala. Llevaba el pelo trenzado, con ‘rastas’ que le llegaban a la altura del hombro, y adornado con decenas de cintas de colores que contrariaban la sobriedad del atuendo de trabajo.

-Todo el mundo me dice lo mismo hoy, Tango. -Contestó el abogado.

Los dos rieron suavemente, y la mirada de ella brilló divertida al escuchar aquel nombre. “Tango” era solo un apodo, pensado para proteger la identidad de aquella cámara. Habían sido compañeros desde hacía mucho, incluso podían considerarse amigos. Y, pese a todo, no conocían sus nombres auténticos. Así funcionaban las cosas en aquel grupo secreto. Para el resto de la sociedad, solo eran una rama desprestigiada dentro del Ministerio de Justicia. Entre ellos, se jactaban de ser los “Guardianes del Tiempo”, y se autoproclamaban el Círculo de Chronos.

-Ah, mi turno. -Dijo “Tango”, al oir su nombre pronunciado por la voz de Arca. -Deséame suerte.

-Claro. Suer... -Pero ella ya se había levantado, clavando la mirada en el Cubo. Desapareció de improviso, disolviéndose en una fina capa de arenilla blanca. -...Te. Siempre igual. Impaciente. -Murmuró para si, sonriendo.

Lo mismo ocurrió con los otros, uno por uno. Se levantaban al escuchar la voz mecánica que provenía de todas partes de aquella habitación, miraban al centro de la sala y se desvanecían. Cada uno tenía un orden establecido, y una misión que se le desvelaría allí donde apareciera. Así se marcharon “Alpha”, “Echo”, “Oscar”, “Zulú”, “Foxtrot”, “Juliet” y otros que no conocía. Hasta doce personas antes que él. Él era el siguiente, y esperó a que Arca se pronunciase.

-“Allen” -Dijo finalmente la voz de la mujer robótica, tras un imperceptible segundo de muda reflexión. Y, mientras el joven funcionario se levantaba, seguidamente añadió: -“Víctor”.

-¿¡Qué!? -Exclamaron los dos al tiempo, pero ya era tarde.

Arca activó el “lanzamiento”, y sus cuerpos abandonaron la sala esférica dejando un finísimo rastro de polvo a su paso. Los dos chicos aterrizaron en un tablero de ónice con movimientos expertos, nacidos de la experiencia. A su alrededor, cientos de estrellas se movían vertiginosamente, inundando el aire con llamaradas de todos los tonos imaginables. Aquello era el límite de las realidades, la Puerta del Tiempo. Arca lo llamaba el Umbral de las Eras.

Nunca, en los cinco años que llevaba aquel joven como miembro del Círculo, había compartido aquel espacio con otro compañero. Y, por la cara sorprendida de Víctor, el chico supuso que al otro le sucedía igual. Esperaron, pues no tardarían en llegarles los detalles. Después de todo, aquel era el lugar donde se desvelaba la misión que cumplirían en el más estricto secreto. “Allen” carraspeó, en espera de que Arca decidiera iluminarles.

-Sigo esperando que nos digan donde ven el chiste. -Dijo el abogado. -No me emociona la idea de ser la niñera de un aficionado... No te ofendas, chaval.

-A mi tampoco me hace gracia trabajar contigo. -Resopló Víctor. -Así que guárdate las quejas y llóralas luego en tu casa.

Allen apretó los puños mientras se encaraba hacia su compañero. En ese momento, Arca apareció entre ellos. Era solo la silueta difuminada de una mujer, apenas un maniquí desdibujado que les observaba con expresión fría. Su piel era dorada, y se podían entrever algunos cables y engranajes. Los dos jóvenes permanecieron completamente quietos, mirando la fuerte y brillante luz que emergía del cuerpo desnudo de la mujer. Aquellos finos rayos de luz se introdujeron en la mente de los dos funcionarios, proporcionándoles la información que necesitaban.

Cuando la luz cesó, se mantuvieron en silencio. Acababan de recibir su Misión. Al comprender aquella eventualidad, el universo que les rodeaba se detuvo en seco. Las llamas de las estrellas se congelaron, y enfrente de aquellos chicos se abrió una puerta que absorbió sus cuerpos, lanzándolos a otra época. A otro mundo distinto al suyo.