lunes, 16 de abril de 2012

ACTO II: Tercera Parte

“Allen” se despertó con el sonido de un disparo, pensando que aquello era el final. Por esa vez, al menos, él no era el objetivo del tiroteo. Enfrente suyo había una fila de personas, todos con bolsas negras en la cabeza, atados y puestos de rodillas. Uno de ellos se desplomó como un fardo hacia delante, con un rastro de sangre empapando la bolsa. La pistola que sostenía el miembro de la Gestapo todavía humeaba por el uso.

Allí estaba ese hombre otra vez. El joven atlante lo escudriñó con los ojos entrecerrados. Ahí estaban, como dos grandes muestras de lo que no debería existir: Las alas. No eran los apéndices emplumados de las aves, ni siquiera se trataban de una parte física del cuerpo del extraño alemán, una especie de luz blanca que emergía de su espalda, y que apenas podía verse a simple vista. Solo los nacidos en la Atlántida, descendientes de los Vigilantes, poseían aquel distintivo en sus cuerpos.

Los humanos, ajenos a aquello que no comprendían, no podían distinguir el menor rastro de ellas. Incluso los propios atlantes tenían dificultad en verlas, hasta las que ellos mismos poseían. Con el tiempo, simplemente las habían interiorizado como algo 'habitual', y las habían olvidado. Pero cuando Allen las vio en aquel hombre, comprendió que el abogado y el policía de la Gestapo tenían una cosa en común: Los dos eran viajeros de una época distinta a aquella. Concretamente de una que habían dejado casi catorce milenios atrás.

-Ah, te has despertado. -Murmuró el hombre de pelo blanco, mientras encañonaba a otro de los presos que estaban en fila. -Enseguida estoy contigo. No pueden quedar cabos sueltos. Demasiados testigos…

Y disparó. Otro cuerpo, desplomándose sobre su propio peso, que quedó en una postura muy parecida al primero. El resto de los presos temblaban visiblemente. Debían estar amordazados bajo aquellas bolsas, porque ninguno gritó ni suplicó por su vida. Mientras el funcionario de la Rosa Negra miraba, la pistola volvió a disparar para llevarse otra vida. La docena de nazis de las SS contemplaban la escena con macabra diversión.

-¡Detente! -Gritó el muchacho, a pleno pulmón. -Te juro que lo lamentarás...

La fría amenaza del chico de ojos metálicos solo provocó una leve sonrisa en el falso miembro de la Gestapo, que respondió a su desafío con otro disparo de su arma. Ya solo quedaban cinco presos con vida, todavía en silencio, encapuchados, esperando a ciegas que llegara el fatídico final. Cuando escuchó la muerte de otro de ellos, el joven se revolvió contra los grilletes de acero que le sujetaban. Uno de los nazis reía de forma sádica, y se acercó al muchacho, con la mirada de un demente.

Aquel soldado en particular ya había estado destinado en uno de los campos de concentración, y no le resultó complicado acallar al detenido. Con un par de pasos recorrió la distancia que los separaba y le hundió la culata de la MP40 en el tabique nasal. Aquel tremendo golpe le dejaría fuera de juego varias horas, con suerte. Eso, si no se desangraba antes. Eso hubiera ocurrido, sin duda, de no haber chocado contra algo más duro que la carne, el cartílago y el hueso del abogado.

El alemán miró desconcertado su arma, que se había abollado hasta quedar inservible, como si la hubiera interpuesto entre él y un camión en marcha. Retrocedió un par de pasos, clavando sus ojos en los iris cobrizos del atlante, que miraban con rabia. No había recibido ni un rasguño. Asustado, el soldado de las SS intentó desenfundar la pistola, demasiado ingenuo para comprender que, aún esposado, el alcance del joven iba más allá de lo que abarcaban sus manos.

Mientras sentía el poder del extraño letrado, el germano gritó. Los botones de su uniforme se clavaban en su piel. La bandolera roja con la cruz gamada se cernía sobre su brazo como un doloroso torniquete, que apretaba más y más. Y el casco del ejército, de casi un dedo de grosor, comenzó a contraerse hacia dentro, estrujando el cráneo como si se tratarla de un cascanueces. El oficial de policía lo observaba todo con aquella mirada fría y calculadora, entre divertido e intrigado por el poder de aquel individuo. No hizo nada para evitar la tortura de su subordinado. De hecho, de un momento a otro esperaba oír un incómodo 'clac'.

Y, de repente, Allen se detuvo. El casco dejó de hacer presión, aunque estaba demasiado hundido como para que el militar pudiera quitárselo, y cayó al suelo entre gritos de dolor. El muchacho, por su parte, temblaba visiblemente, y se hubiera llevado las manos a la cabeza de haber podido. El miembro de la Rosa Negra jamás recordaba haber sufrido una tortura como el dolor que se había producido dentro de su cabeza. Notaba el sabor a sangre dentro de sus encías, y la escupió sin reparos. Su sangre, que cayó al suelo enfrente de donde él se retorcía, era negra.

Pensó que iba a desmayarse otra vez, pero el dolor fue disminuyendo conforme la presión de su poder dejaba de surtir efecto en el soldado alemán. Levantó la mirada, desafiante, todavía entre jadeos, para observar cómo, frente a él, el policía de cabello blanco aplaudía lentamente. El muchacho esperaba ver como aquella expresión satisfecha se tornaba en miedo cuando la corbata que llevaba anudada al cuello le estrangulase. En cuanto se concentró en mover la pequeña prenda de ropa, regresó el dolor. Y, como aquella vez, enfrente de la pastelería, no sucedió nada en absoluto. El tipo de la Gestapo siguió respirando y sonriendo con sorna.

-No te esfuerces demasiado, o tu mente se colapsará y sufrirás un derrame. -Advirtió el hombre trajeado. -De nuevo, te felicito por tu habilidad. Pensaba que eran tus manos las que movían objetos, pero veo que no las necesitas para ser letal. Pero todo eso no te funcionará conmigo. El dolor que sientes se debe a mi presencia. Pero no te preocupes, no voy a matarte. Te soltaré.

-Hazlo y fregaré este suelo con tu sangre. -Rugió el joven.

-Vaya forma de tratar a un compañero. -El hombre movía la cabeza en gesto conciliador, como si le hablara a un estudiante especialmente terco. -Arca me envió aquí, con la misma misión que tú. En el Partido quieren este libro como sea. De modo que estamos juntos en esto. Me presentaré: Soy el miembro número XI del Círculo. Me conocerás con el nombre de Zero y, como tú, también tengo mis trucos. Mi especialidad es el dolor. Observa.

El aire vibró de forma notable, y el muchacho sintió un agudo e incómodo pitido en los oídos. Pero aquello no era nada comparado con lo que sentían los miembros de las SS. Uno a uno llevaron sus manos a la cabeza entre violentos espasmos. Sangraban por los oídos, la nariz y la boca, y tenían las pupilas dilatadas. Solo duró un instante. Después, uno por uno se desplomaron inertes, formando figuras inverosímiles al caer.

-Los humanos son frágiles y aburridos. -Continuó hablando Zero. Sus ojos verdes brillaban con una diversión malsana. -A voluntad, puedo hacer que todas sus terminaciones nerviosas fallen de golpe, o provocarles un tormento inimaginable en el lugar donde desee. Los atlantes estamos hechos de otra pasta, claro. No obstante... -La mirada del caballero de pelo blanco se endureció, y el dolor volvió a estremecer al joven funcionario. -...Si uno sabe dónde apretar... Digamos que, en tu caso, te sería muy difícil acceder a tu poder interior, mientras tu cerebro solo piensa en el dolor que le recorre, incapaz de apaciguarlo. Ahora observa y aprende, muchacho.

Mientras el abogado trataba de recuperar el aliento, era evidente que aquel sádico vestido de traje estaba disfrutando como nunca. Paseaba con la tranquilidad de quien recorre un parque en un soleado día primaveral. Uno a otro, fue destapando las bolsas de los detenidos, y quitándoles las mordazas. Un dedo en sus labios y la pistola aún en sus manos fueron argumentos más que suficientes para que los presos guardaran silencio.

Una pareja adulta miraba entre lágrimas a la pequeña niña arrodillada que había entre ellos. El joven los reconoció de pasada: Eran una familia que se encontraban tomando el postre en aquella cafetería, cuando comenzó el tiroteo. Allen se sintió furioso. Por su culpa, por haber mostrado sus poderes, por su irresponsabilidad, los había condenado. A ellos y al resto de los que estaban allí. Los soldados de las SS y los civiles que habían atestiguado al atlante ya eran solo sacos inertes desperdigados por la habitación. Ellos serían los siguientes. Zero estaba aplicando a rajatabla la norma del Partido de No-dejar-testigos.

El otro de los supervivientes (de momento) era el propio dueño del establecimiento, el señor Haeschlose. El fornido belga era el que peores cartas tenía en aquel momento. Al fin y al cabo, era fácil pensar en los métodos que utilizaría Zero, el experto en dolor, para que el pastelero cantase la información que necesitaba sobre Artúrovitch y el Libro de Veles. Después de aquello, todo sucedió muy rápido.

Tras un par de minutos de lo que imaginaba el joven como un sufrimiento colosal, el belga seguía rehusándose a hablar. La tortura se reanudó otro tanto más, pero Baris Haeschlose siguió en sus trece, mostrando un valor que rallaba la locura. Al final, resultó evidente que el hombre moriría antes de hablar, lo que sucedería muy pronto, por lo violento de aquel interrogatorio. El abogado de ojos castaños seguía debatiéndose contra las cadenas cuando Zero cambió de método.

Comenzó a torturar a los padres de la niña. Primero fue el marido. Chilló como un cerdo abierto en canal, pero el belga no soltó prenda. Con la mujer pasó igual. Pese a que Baris lloró y suplicó que acabase con él de una vez, siguió resistiéndose a hablar. Solo cuando el oficial de la Gestapo tomó a la niña, consiguió lo que deseaba. Antes de que empezara a torturarla, el inquebrantable belga se vino abajo. Tenía los puños tan apretados que se habían quedado blancos.

-Está bien. -Dijo, secamente. -Te diré lo que quieres saber. Izenbek se encuentra en una de las alas deshabitadas por mantenimiento del teatro de La Monnaie. El libro estará en su poder. Sé perfectamente que vas a matarnos de todas formas, pero al menos no me llevaré en la conciencia la culpa de esta pequeña, de no haber hecho algo. Hay un hueco especialmente hondo en el infierno para gente como tú.

Con aquellas palabras, le escupió en la cara. Aquella fue la última muestra de valor del obeso pastelero. Incluso su muerte fue noble, sin apenas mostrar dolor ni gritar, mientras su vida, literalmente, se consumía. Allen gritó de rabia. Las paredes temblaron. El dolor volvió, por supuesto, pero aquello ya era secundario. No le permitiría poner un dedo encima de aquella niña. Coincidiendo con el último aliento de Baris Haeschlose, las cadenas que apresaban al joven letrado, todos y cada uno de los eslabones, se quebraron con un estruendo.

Los dos viajeros de la Atlántida alzaron sus manos, el uno contra el otro. Un latigazo de angustia recorrió al muchacho como una descarga. Su boca se llenó de sangre, igual que las fosas nasales y los oídos. Pero el dolor no era nada comparado con su rabia. El latido incontrolado en las sientes era solo una sensación de que su furia iba en aumento, y aquello le daba fuerzas. Por su parte, Zero estaba disfrutando como nunca.

Jamás habían permitido al fiel soldado del Partido batirse contra alguien de su propia especie, y era algo que siempre había deseado en secreto. Ya no recordaba cuando había empezado a reírse de aquella manera tan descontrolada. Tampoco le extrañaba tener el brazo derecho levantado. Aquello era un gesto común en el saludo de los simpatizantes de Adolf. Lo que no advirtió fue que en aquella mano llevaba todavía la pistola con la que había sentenciado a los encapuchados. Cuando por fin se dio cuenta, ya era tarde. El arma se movía por voluntad propia, y apuntaba directamente al rostro del oficial.

El gatillo se accionó como un resorte... Y el dolor que sentía el chico de ojos cobrizos cesó.

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