sábado, 21 de abril de 2012

ACTO II: Cuarta Parte

Pese a todo, el ataque a sus nervios le había dejado desorientado y débil. Escuchaba un inquietante pitido en los oídos, de los que manaba un fino hilo de sangre negra. Lo mismo ocurría por la nariz, y sus pupilas estaban dilatadas hasta el punto de transformar sus ojos en dos pozos completamente negros. Quien le hubiera visto en aquel instante, seguramente pensaría que acababa de salir del baño de una discoteca de moda, después de haberse 'metido' más de la cuenta.

Se acercó tambaleante a la familia que le contemplaba estupefacta, rodeada de tanta muerte. La mujer lloraba desconsolada, abrazando con fuerza a su marido. Este se encontraba en un estado muy grave, intentando mover un brazo que ya no le respondía. Su cerebro había estado a punto del colapso. De haber fallado, le habría causado una embolia, y habría sido su fin. Lo más seguro es que los nervios de su mano no se recuperasen del todo, pero al menos estaría vivo para intentarlo.

Al pasar por encima del cuerpo inerte de Zero, el joven letrado sintió un escalofrío de rabia. Le propinó una patada en el costado, recurriendo a las pocas fuerzas que le quedaban. Después. Al comprobar que no se movía, cubrió el cuerpo con su propia cazadora. Era un honor que aquel sádico no merecía, pero tampoco era justo que la pobre niña tuviera que ver el espectáculo de aquella horrible y sangrienta muerte.

Allen apenas se dio cuenta del objeto brillante que se escurría por el bolsillo de su pantalón. Lo escuchó tintinear a lo lejos, como si estuviera metido bajo el agua y todo se escuchase tras una burbuja, pese a que había sonado a solo un palmo de él. Era una señal de que, aunque lentamente, los efectos del poder del atlante estaban remitiendo. Cuando vio lo que era aquel símbolo, aquella cruz teutona de caballero, la agarró asqueado para lanzarla bien lejos de allí.

-Warte, bitte. Das Auto.

Una pequeña mano femenina atrapó la del abogado antes de que arrojara la insignia nazi. La mujer le señaló la llave que colgaba de una arandela, con una insignia metálica que el muchacho no conocía, y que sin embargo llegaría a ser famosa en todo el mundo. El atlante sostuvo unos instantes ante sus ojos aquella estrella de tres puntas rodeada de un aro. Después lo comprendió. Auto. Claro, un coche. Las llaves de un Mercedes.

Los cuatro se dirigieron a la salida de aquel lugar. Los soldados de las SS debían haberles llevado a un almacén en desuso, o tal vez a un taller abandonado. Solo eso explicaba aquellas piezas de motor, las cadenas y demás utensilios que los simpatizantes de Adolf Hitler debían usar para su más que conocida afición a la tortura. Seguro que aquellas baterías eléctricas no estaban allí para cargar los motores agotados.

Marido y mujer se sostenían el uno en el otro, mientras recorrían los últimos metros, de camino a la libertad. Allen se tambaleaba próximo a ellos, llevando de la mano a aquella niña. No debía tener más de tres o cuatro años. Por suerte para ella, todavía era demasiado joven para entender lo que había pasado. Con el tiempo, este día solo sería un mal recuerdo confuso en su memoria. Para Allen, en cambio, aquello no era algo que pudiera evitar tan fácilmente.

Había asesinado a un hermano. A un atlante. Y, por si fuera poco, a uno de los miembros de élite del Partido. Daba igual como lo justificara, a partir de aquel instante era un traidor al Estado. Con un poco más de tiempo, tal vez pudiera haber borrado su rastro. Deshacerse del cuerpo, limpiar las pistas... Pero no podía permitir que aquella familia siguiera en peligro más tiempo. Mandarían a alguien a “silenciarles”, a continuar con la labor de Zero.

El joven abogado intentó entablar conversación con aquella familia, en parte para alejar aquellos fantasmas de su mente, y también para que se calmaran un poco. Todos lo necesitaban. Por un instante temió que sus pobres dotes para el alemán no bastaran, y probó con el inglés. Los adultos de la familia entendían aquellos dos idiomas, pero ninguno era su lengua materna. Le explicaron que habían llegado unos meses atrás a Bélgica, de vacaciones de verano, y que se habían encontrado con las fronteras cerradas a su vuelta.

El terror nazi se había asentado en menos de un año, y ellos, como tantos otros, no pudieron regresar a su hogar. Cuando aquella pareja confesó que residían en España, el joven abogado se alegró y alivió a partes iguales. Aquel era un idioma que sí conocía. Una de sus primeras incursiones en el Tiempo le había llevado a formar parte de la tripulación de un velero español, en tiempos dorados de la piratería. Extrañamente, los conocimientos de Arca no solo se habían mantenido en su mente, sino que se actualizaban con la época. De ese modo, la lengua misma lengua, con varios siglos de diferencia, seguía siendo perfectamente comprensible.

Con todo, la huida de aquel lugar fue sencilla y sin complicaciones. Como ya sospechaban, al cruzar la puerta de salida de aquel garaje, se encontraron a las afueras de Flandes, en un descampado polvoriento repleto de maleza. Allí, aparcados, habían tres vehículos. Dos eran furgonetas sobrias, de las fuerzas militares alemanas. El otro, un bólido germano de color plateado y con los cristales tintados de negro. En el capó llevaba el logo de la policía secreta, y una bandera con la esvástica roja y negra. Nadie se atrevería a parar a un coche de la Gestapo. Nadie.

El trayecto entre Flandes y la capital, que en caballo había costado varias horas, solo les llevó unos cuarenta minutos por la línea de carriles que el partido nazi había construido para sus más altos y selectos miembros. Tal vez lo mejor hubiera sido olvidarse de Bruselas y conducir hacia el Oeste tanto como les fuera posible. Pero todavía estaba el asunto del ruso Artúrovitch. Allen necesitaba saber que era tan importante en esos escritos como para demostrar tanta maldad.

El teatro francés de La Monnaie era uno de aquellos negocios que había sido boicoteado por los “arios”, hasta obligarle a cerrar sus puertas. Al menos, en apariencia. Al caer la noche, un puñado de revolucionarios, o simplemente personas con un cierto aprecio a la vida y sus detalles más simples, aparecían y desaparecían por una pequeña trampilla que daba al sótano. Dentro, un grupo de judíos conversaba afablemente bajo el humo de los puros. En el escenario, un muchacho de raza negra coqueteaba con una corista que reía risueña. Escenas como aquellas eran las pinceladas de color que aquella oscura época tanto necesitaba.

Florian Deveaux era uno de aquellos excéntricos y afeminados burgueses que se dejaban ver, ataviados con sus mejores galas, en todas las fiestas y los bailes de la élite de la Francia post-renacentista. Había estado en el lugar y el momento equivocados cuando estalló la Gran Guerra (como tantos otros), y había acabado engrosando en las líneas del ejército del Triple Entente. Aquello no duró mucho, pues su pelotón fue emboscado en las afueras de algún bosque austríaco, y acabaron encerrados en un campo de concentración de Stuttgard.

Nadie sabía cómo había escapado de allí, ni cuándo se había convertido en el propietario de aquel teatro. Sus más allegados solo sabían dos cosas sobre él: Que seguía manteniendo el gusto por las fiestas desenfrenadas, y que el tiempo en la sombra le había vuelto condenadamente loco. Por eso, nadie se sorprendió demasiado cuando los invitados de La Monnaie descubrieron al galo apuntando a un grupo de recién llegados con un arcabuco pasado de época, de esos que solo tienen un disparo antes de rellenarlos con pólvora y metralla.

-Eh. Abajo el rifle, “Napoleón”. -Dijo Allen, apartando sin cuidado la pistola de su cara. -No somos perros alemanes, aunque estemos manchados con la sangre de una docena de nazis. Esta familia necesita un salvoconducto a España, y tal vez un poco de vino con el que honrar el luto de un amigo común.

No hay comentarios:

Publicar un comentario