domingo, 22 de abril de 2012

ACTO II: Quinta Parte (Final)

Aquellas palabras no eran del todo ciertas, claro. La muerte de Baris Haeschlose no era la grave pérdida y tragedia que afirmaba el joven funcionario. Tampoco los allí congregados sentían un aprecio fuera de lo común por el panzudo belga, pero todos y cada uno alzó sus copas en un mudo brindis, mientas el muchacho de la Rosa Negra contaba lo ocurrido, entre murmullos de espanto. Lógicamente, excluyó la parte relacionada con los poderes mentales de los atlantes. Y todos honraron a aquel hombre, y odiaron un poco más a los fascistas que les habían invadido.

El luto dio paso enseguida a la música y al libertinaje, y el muchacho de ojos cobrizos aprovechó para hablar en privado con el perturbado francés. El atlante había pasado de ser sospechoso a recibir el trato de un héroe, y en aquel momento un grupo de jovencitas se desvivía por limpiar la sangre de su rostro y de sus ropas. De entre todas, una lasciva cabaretera se dedicaba a él con más energía que sus compañeras. La bailarina era una muchacha delgada, de piernas larguísimas y más escote que vestido, que se dedicaba a frotar su paño sobre la entrepierna del abogado.

El joven funcionario se sintió tentado por aquella muchacha complaciente, pero la apartó de su lado con delicadeza. Ella, contrariada, le hizo un mohín despechado antes de alejarse de su lado, dispuesta a acercarse al regazo de algún otro hombre más agradecido. Entre tanto, Allen se dejó de rodeos y pidió al francés que le llevara hasta Fedor Izenbek y su libro. El excéntrico 'mesié' Devereaux volvió a amenazar al letrado, esta vez con una navaja que llevaba oculta en sus pantalones abombados. Después, sin mediar palabra, guardó su arma y le dio un fuerte abrazo.

-Le llevaré, oh, claro que si. -Dijo el galo, riendo. -A nuestro amigo del Este le vendrá bien algo de compañía. En mi opinión, creo que tanto tiempo enclaustrado le está volviendo paranoico.

Resultaba irónico escuchar a Florian Devereaux divagar sobre el estado mental de su invitado, pero el miembro del Ministerio de Justicia atlante lo dejó correr con naturalidad. Encontraron al ruso tras un buen número de puertas secretas, cuidadosamente escondidas entre los tablones de aquella sala. Fedor Artúrovitch Izenbek se encontraba en el mismo quehacer que le había empleado el último año: Traducir aquel condenado libro. El galo les dejó a solas.

-El Libro de Veles. -Dijo aquel forastero, el que venía con Florian. -Cuántos quebraderos de cabeza por este cuaderno. ¿Me lo presta?

Izenbek rompió a reír ante el descaro de aquel crío. Solo era un adolescente, aunque poseía unos ojos muy vivos, del color del metal candente. Con el tiempo, tal vez hubiera podido hacer de él un hombre de confianza, al que pudiera ceder el legado de las tablillas. Pero tiempo era algo de lo que Izenbek andaba escaso. A sus cincuenta y un años, su vida, literalmente, se iba evaporando sin remedio.

Tantos años entre libros, aquella había sido su perdición. Los hongos se habían instalado en su pecho, deshidratándole. Pronto dejaría este mundo tal y como llegó a él: Solo y asustado, arrancado de los brazos de una dama esquiva llamada Veles. Pero no sin antes haber dejado constancia de aquellos textos. No sin antes renunciar a su sueño. Tal vez aquel muchacho bravucón... Pero no. ¿O sí? No perdía nada por intentarlo.

-De acuerdo. -Accedió el ruso. -Pero te advierto que no es una lectura amena. Y no tiene fotografías, así que no sé cómo un ignorante como tú...

Para entonces el joven ya no le escuchaba, perdido entre la lectura de aquellas páginas tan densas. Parecía que la historia no hacía más que dar vueltas y vueltas sin llegar a nada. El hombre de San Petersburgo contemplaba al abogado, esperando que el crío se rindiera y dejara aquella farsa. Era evidente que no comprendía aquel lenguaje de símbolos tan arcaico. Sin embargo, no dejaba de actuar, pasando una página tras otra. Finalmente se detuvo en una. Había llegado, tras tanta divagación, a un argumento impactante.

-No puede ser... -Murmuró el muchacho. Había palidecido un tanto. -La Atlántida... Hundida. ¿Cómo? Tiene que ser una broma. Usted. Petrov, o como se llame. -Clavó sus ojos helados en el estudioso, abiertamente amenazante. -¿Puede leer esto?

-Fragmentos, mi iluso “tovarish”. -Respondió él, orgulloso, hinchando su desnutrido y enclenque pecho. -Estás ante una lengua muerta, única en el mundo. Solo un ‘criajo’ corto de miras como tú podría preguntar algo así. Entiendo algunas cosas, las construcciones gramaticales más básicas. Pero estoy diseñando un alfabeto que permitirá descifrar este manuscrito en unos pocos años. Mi legado. Mi obra maestra.

Allen reía al escuchar aquellas palabras cargadas de ilusa chulería. Por fin comprendió porque les habían enviado allí. Y, al conocer la verdad, su cara se puso completamente seria, como si se la hubieran esculpido en granito. Ya no reía. Se acercó un par de pasos, cerrándole la huida. Su voz era grave y fría como el hielo, y hablaba lentamente, para asegurarse de que el ruso le comprendía a la primera.

-Lo primero: Olvídese de legados. -Dijo el joven, esbozando una sonrisa igual de amenazadora que su proximidad. -Esta no es una lengua muerta. Ni tampoco es única en este mundo. Bajo las pirámides egipcias, las ruinas aztecas y en los tótems incas podría encontrar más de estos grabados. También en Islandia, según dicen. Llamamos a este lenguaje ‘enoquiano’, y algunos creen que fue heredado del cielo, de los ángeles.

-Cuanta imaginación... -Empezó el ruso, pero Allen no había terminado de hablar.

-Segundo: Ya le he dicho que es una lengua viva. Igual de viva que su civilización. Son aquellos que habitan en una región rodeada de mar llamada Atlántida: los Nephilim. Los hijos de los Vigilantes, de los ángeles que una vez caminaron por la Tierra. No se moleste en rezar. Le encontrarán de todas formas, y le borraran del mapa como si jamás hubiera existido. Así que olvídese de compartir con otros esta información. No les haría gracia que su secreto fuera revelado.

-¿Y que sabes tú de la Atlántida y de esos supuestos ángeles?

Artúrovitch había reunido el suficiente valor y la mente fría para enfrentar a aquellos iris metálicos y avanzar un paso hacia el centro de la habitación. Mientras traba de carcajearse de aquel muchacho y de sus excentricidades, pensaba en la mejor forma de despedirlo de aquella habitación, para que se fuera a casa avergonzado, con el rabo entre las piernas, y no vinieran más mentecatos a molestarle en lo poco que le quedaba de vida.

Sin embargo, y mientras aún no había encontrado una frase lo suficientemente cruel, el enfermo Izenbek pudo atestiguar como los objetos de la habitación se elevaban en el aire y se movían a tu antojo. Montones de hojas y pergaminos de traducciones flotaban en el aire y se despedazaban lentamente. El tintero y su contenido flotaban en forma de pequeñas bolitas negras que desafiaban con parsimonia a la gravedad.

-Se estas cosas porque soy uno de los que han enviado para matarle. -Respondió pausadamente el chico, sin apartar la vista de los ojos temerosos del literato del este. Junto al tintero que sobrevolaba sus cabezas, una pluma estilográfica flotaba amenazante, apuntando hacia el entrecejo de Artúrovitch. El ruso comenzó a rezar. Sin embargo, la pluma punzante que podría haberle asesinado cayó al suelo, inofensiva. El muchacho simplemente dijo: -No voy a hacerlo, pero tiene que hacer algo por mí. Hay una familia fuera. Usted sabe salir de la ciudad y evitar los controles. Llévelos a España. A su hogar. Yo no puedo hacerlo. Estaré muy ocupado entregando a mis jefes el Libro de Veles. Sí, ese que arranqué de sus manos muertas, después de que hubiera quemado la mayor parte.

Se miraron. El alto militar soviético, ya retirado, se cuadró ante el joven. Al final, sí que había resultado merecer la pena aquel crío. Mientras le tendía el manuscrito, las llamadas (solo por él, desgraciadamente) tablillas de Izenbek, se estrecharon los antebrazos con un gesto de guerreros. Mientras el ruso bajaba a encontrarse con sus protegidos españoles, vio como el chico de la Rosa Negra le guiñaba un ojo, con una vela en la mano.

Unos minutos más tarde bajaba para reunirse con ellos, y recordarles una vez más que no hablaran con nadie de aquello. Que olvidaran incluso pensarlo, o volverían otros que no serían tan compasivos. Mientras exponía aquel consejo, la pequeña hija de la familia española corrió a abrazarle como a uno más. Después, mirándolo con sus grandes ojitos almendrados, le pidió:

-Por favor, no te olvides de nosotros. Esto... -Sonrió sin reparos, como solo los niños saben hacer. -¿Y tu nombre?

“All...” De pronto, el nombre de Allen, el decimotercer miembro del Círculo de Chronos, de la Rosa Negra, le parecía un título vacío. El nombre que unos psicópatas, torturadores y déspotas le habían dado a un esclavo para convertirlo en asesino. Y no pensaba ser un títere nunca más. Así, por primera vez, pronunció otro nombre en su cabeza. Aquellas personas no sabían que, por primera vez en cinco años, había recuperado del olvido su nombre real. Pero no lo dijo.

-Te lo diría, pero sería otra cosa que tendrías que olvidar por tu seguridad. -Reconoció el joven, sonriendo de oreja a oreja. -Y por la mía, claro. Pero... Ah, ya se. Puedes llamarme “D”.

-Encantado, señor “D”.

-Lo mismo digo, señorita...

La chiquilla le dedicó una enorme sonrisa. Era una muchachita menuda, que no tendía más de tres o cuatro años. Su pelo caía en forma de unos bucles graciosos de color castaño rojizo. Llevaba un vestidito de primavera, lo que le daba la imagen de una diminuta princesa de cuento de hadas. Cuando desapareció, de la mano de su madre, algo de la luz de aquel lugar se fue con ella. El joven cumpliría su promesa de no olvidarla. Sus últimas palabras vibraron en el aire:

-Carmen. Me llamo Carmen.

Después de que partieran los españoles, el joven también se escabulló, tomando un camino distinto. Llevaba los restos del dichoso libro de marras bajo el brazo, en un sobre. El sol había empezado a ponerse. Seguro que Víctor le estaba esperando, tras una jornada de manos vacías, en el mercado de la Plaza Grande, con cara de malas pulgas. Apenas tenía unos minutos antes de ganar la apuesta: El tiempo necesario para repasar una vez más la historia que le contaría al Partido.









1 comentario:

  1. QUE POTIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIITOOOOOOOOOOOOOOOOO me hiciste llorar ya lo sabeees jejejeje pero quiero más más más más máas!!! ya te di un adelanto de mi trabajo como ilustradora, si quieres más, cumple tu parte del trato Y METEME AQUÍÍÍÍÍÍÍÍ

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