domingo, 15 de abril de 2012

ACTO II: Primera Parte



Bruselas, Bélgica; Año 1941



Allen y Víctor aterrizaron de pie nada más aparecerse en mitad de la campiña belga. El aire traía consigo la humedad de la lluvia que había arreciado las últimas horas. Las nubes se habían despejado, pero el suelo de tierra, convertido en un barrizal, seguía guardando el recuerdo de la tormenta. Por suerte, Arca se había encargado de proporcionarles una indumentaria menos llamativa que el uniforme del Ministerio. También se habían tomado las precauciones de que nadie estuviera por la zona para ver a aquellos dos jóvenes materializarse en el aire.

El joven abogado de ojos cobrizos se encaramó a una ladera cercana para observar el paisaje. Se descubrió vistiendo unos pantalones de tela a cuadros, una camiseta de manga larga azul marino y unas botas de estilo militar. Encima, llevaba una chaqueta de cuero abrigada. Toda la ropa tenía un aspecto desgastado, sucio, y era sofocante incluso en aquel clima tan húmedo. Sin embargo, se contuvo para no pensar en ello, y se empeñó en mirar al horizonte. A lo lejos, había una ciudad.

-Bruselas. -Dijo a su compañero.

Víctor le dedicó un tosco gruñido como respuesta, demasiado ocupado en comprobar el cargador de la pistola alemana que había encontrado en una funda, con sus nuevas ropas. Además de la Borchardt-Luger Nº6, el cañón nazi por excelencia, no parecía haber más “regalos” de parte de Arca. Una vez se hubo enfundado el arma, se permitió mostrar una expresión de desdén a su compañero. Pero para entonces, Allen ya había comenzado a andar hacia la ciudad, dándole la espalda al pistolero.

Durante un tiempo no dijeron nada. Estaban demasiado ocupados pensando en que podía tener aquella misión de especial. Qué la hacía tan importante como para enviar a dos de los miembros del Círculo de Chronos, en lugar de solo a uno. Al fin y al cabo, solo les habían ordenado recuperar un objeto, el “Veles kniga”. Un libro religioso escrito hacía siglos en un pueblo ruso, y que recientemente había encontrado un tal Fedor Artúrovitch Izenbek. Nada del otro mundo.

Mientras andaban, conforme se iban acercando más a Bruselas, los dos jóvenes iban advirtiendo una serie de carteles y banderas negras y rojas, los emblemas de la ocupación nazi. Además de los detalles de la misión, la Rosa Negra les había proporcionado el conocimiento básico de aquella época, para evitar que se delataran como extranjeros. El anonimato era esencial para evitar una posible grieta en el continuo espacio-temporal.

Superar el acceso a la ciudad fue terriblemente sencillo. Víctor se presentó como el doctor Schneider, de las SS alemanas. El miembro de la Rosa Negra tendría unos veinticuatro años, y desempeñaba su trabajo en el “Círculo” desde hacía solo dos. Vestía pantalones de pana marrones y un jersey pardo con una bufanda de color negro. Llevaba, igual que su compañero, la clásica boina ladeada con forma de gorra que tan de moda se había puesto en los años 30, y que aún continuaba gozando de popularidad en aquella década.

Su cabello era de un tono rubio platino muy brillante, y sus ojos eran de un azul clarísimo. Aquel aspecto “ario”, junto a la mención del partido nacionalsocialista y su perfecto uso del alemán, bastó para que los dos jóvenes cruzaran la oficina de aduanas sin levantar sospechas. Sin embargo, una vez dentro sabían que no tenían mucho tiempo. Arca les había proporcionado dos días antes de que el auténtico doctor de las SS apareciera por aquella ciudad.

-No está mal, “novato”. -Murmuró Allen, una vez hubieron cruzado el control.

-Me hubiera gustado verte a ti, entrando a hurtadillas entre los guardias, imbécil. -Respondió el falso alemán. -Será mejor que cada cual siga su camino. Nos reuniremos en el mercado de la Plaza Grande, mañana a la puesta de sol. Para entonces, veremos quien tiene el libro.

Aliviados por poder trabajar a sus anchas, los dos compañeros acordaron buscar al tal Fedor Artúrovitch por separado. Víctor utilizó su falsa identidad a modo de pasaporte para acceder a las altas esferas de las élites nazis, desde donde organizar una búsqueda propia del servicio de inteligencia de Hitler. Al caer la noche, los resultados del rubio no eran distintos a los que tenía al comenzar: El ruso parecía estar escondido bajo una piedra muy pequeña, totalmente fuera del radar de los germanos.

Allen intuía, gracias a los conocimientos “prestados” de Arca, que un hombre que se había declarado partidario del comunismo, y que había participado en la Revolución bolchevique, no estaría a simple vista en una ciudad ocupada por el fascismo alemán. Decidió comenzar por el lugar donde comenzaban siempre las resistencias hacia cualquier invasor, por pequeña o grande que fuera su amenaza: Las oscuras y húmedas mesas de las tabernas con trastienda.

Allí, al calor de una jarra de cerveza belga, bastaron unos cuantos comentarios despectivos hacia el régimen nacionalista invasor, susurrados en los oídos acertados. Bajo el humo del tabaco de pipa, el cantinero informó al joven funcionario de una serie de lugares y nombres que podrían ayudarle en su lucha en las sombras. Tras apurar su bebida en pocos tragos, el muchacho dejó una generosa propina y se marchó por donde había venido, por la puerta trasera de aquella tasca.

Al ponerse el sol, Allen se dejó caer por las caballerizas que usaba el ejército del III Reich. A modo de improvisada ganzúa, bastó medio minuto de suave y experimentado acercamiento a la cerradura con la punta de un imperdible que llevaba oculto en el pelo. El candado cayó al suelo polvoriento sin hacer ningún ruido, y antes de que la luna estuviera en lo más alto, el joven había alcanzado Flandes picando espuelas, a lomos de un indómito corcel negro.

Era un secreto a voces en aquella época que la comunidad de Flandes estaba totalmente en contra de la ideología de Adolf Hitler. Sin embargo, el antiguo reino de Bélgica no contaba con un ejército armado con el que poder combatir a sangre y fuego por el control de sus calles y barrios, y sus ciudadanos solo podían confiar en la violencia callejera de aquellos que decidían tomarse la justicia por su mano. Uno de aquellos insurrectos era Baris Haeschlose, que era el nombre que el tabernero bruselense le había recomendado al joven del Círculo de la Rosa Negra.

Resultó que el impronunciable nombre belga del señor Haeschlose era bastante conocido en aquella ciudad. Se trataba de uno de los más importantes maestros pasteleros antes de la ocupación nazi, y miembro del consejo del Ayuntamiento. Aquello, no obstante, había sido antes de que los amigos de la cruz gamada llegaran a las puertas de Flandes. Ahora, despojado de su cargo, Baris Haeschlose se encargaba de una pequeña cafetería de gofres, situada en pleno centro de la actividad aria.

Había dos soldados de la Schutzstaffel, las conocidas SS, en una mesa cercana a la puerta. Se volvieron al sentir la llegada del muchacho de ojos cobrizos. Llevaban el uniforme militar negro con la insignia de los dos rayos blancos, y los dos estaban armados con la ametralladora MP40 del ejército del Reich. Eran armas potentes y de corto alcance, y en aquel espacio cerrado hubieran partido al muchacho como si fuera de cristal. Sin embargo, sus ojos se clavaron en otro hombre. Un personaje que tomaba el postre un par de mesas más adelante.

A diferencia de los dos soldados rubios, de aspecto nórdico, toscos y deseosos de violencia y sangre, había un tercer actor que desentonaba en la colorida tienda de gofres de chocolate. Era un hombre maduro, cuyo cabello blanco le hacía aparentar más edad de la que en realidad tendría. Sus ojos eran dos pozos de hielo, de un color verde oscuro muy vivo. Tenía esa mirada de quien acostumbra a observarlo todo con detenimiento. No miraba hacia la puerta, donde se encontraba Allen, pero su presencia allí era perturbadora.

Vestía de forma impecable, con un traje a medida de color negro, impoluto, con un sombrero de ala corta del mismo corte. Allen no apartaba los ojos de él, confundido por el magnetismo de aquel extraño. El hombre, por su parte, siguió comiendo el gofre que tenía en el plato, ajeno a los ojos del muchacho de la entrada. No había nada en aquel tipo que resultara demasiado sospechoso, aunque el chico castaño advirtió una cadena que colgaba del bolsillo de su pantalón, a modo de llavero.

Era una cruz de hierro negra, con la esvástica nazi inscrita en el centro. Aquella era la insignia de Caballero, que otorgaban a los condecorados de guerra como símbolo del valor. Y ese hombre parecía demasiado educado, inteligente y calmado como para haber estado en el frente de las trincheras. De modo que solo podía ser un miembro de la policía secreta alemana. Pero, ¿Que hacía la Gestapo allí? ¿Casualidad? Y no solo eso. Había algo más... Aquel hombre no era como el resto de los que Allen había visto. Algo no olía bien…









3 comentarios:

  1. No es aburrido, simplemete empezaste con la discusion con la chica que ya le daba bastante movimiento a la novela y ahora desde entonces todo esta muy plano, muy tranquilo, pero está genial, muy interesante. Yo intentaria mantener un ritmo en el que subieras contenidos de lectura de manera muy fluida, ya que es una trama bastante densa x lo interesante que es pero tener que releer cada vez que subas algo para coger el hilo puede resultar pesado. Está muy bien escrito, la trama engancha y espero que lo lea más gente xq es genial!!! quiero saliiiiiir sacame de aquiiiiiii

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  2. Gracias cariñoo :) intentaré subir estos mini posts (de unas 2-3 páginas de Word) diariamente, o cada dos días. Es cierto que la trama está siendo algo densa. Espero aclararlo todo más adelante jejee

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  3. Al menos, mantener el ritmo de un capítulo por semana sería cojonudo :)

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